martes, 20 de marzo de 2012

La cara de la cruz


-Existe un mundo de distancias infranqueables, que evitan al ser humano desembarazarse de ese armazón que se cuelga para protegerse. Somos frágiles, y no hay mayor aval a lo que estoy diciendo, que esa aptitud defensiva que mantenemos para eludir una posible agresión. Sin embargo, tiene el efecto de la espada de Damocles. Protegernos significa desconfiar, analizar demasiado y otros factores reflexivos que nos retraen, impidiendo que podamos disfrutar de las circunstancias como debiéramos.

Esto lo decía Flictio Caragón, un hábil orador de esos cuyas palabras matan, pues recaían sobre él quince condenas por asesinato. Pero como si no fuese la cosa con su persona y dándole poco crédito al asunto, se dedicaba a aleccionar al resto de reos, a la espera de que se ejecutara su sentencia. Será que no era consciente de la que le venía encima o que el esquizofrénico charlatán tenía esa envidiable virtud de poderle dar la espalda a la adversidad.

Lo cierto es que Flictio se había encumbrado como el paladín de la coherencia en un mundo incoherente, donde el sufrimiento era la tónica común. Sin recaer en la angustia de todas aquellas almas que esperaban garrote, se dedicó a dar consejo a aquel que ya no lo iba a necesitar.

Había ido desfilando casi todo el auditorio al patíbulo, cuando le tocó el turno a Flictio. Entonces, como si un halo de locura le poseyese, empezó a gritar su inocencia, intentando desembarazarse de los carceleros. Fueron necesarios cuatro guardias para reducirle y llevarle en volandas hacía su destino. Al pasar por una de las celdas pudo oír: ¡Pero hombre!, no me digas que te vas a cerrar al público ahora, recapacita, no sea que no disfrutes de las circunstancias.

Así termina esta absurda historia, como la vida misma.

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