La
historia, como supuesta ciencia, se reserva el derecho de categorizar cualquier
tiempo pasado para tratar de extraer unas determinadas estructuras que
organicen su objeto de conocimiento. Sin embargo, el ritmo de la contemporaneidad
exige un cambio en los métodos historiográficos de tal manera que, el
historiador de lo actual se ha visto obligado a trabajar con los hechos
recientes: analizarlos, categorizarlos y explicarlos, muchas veces, sin la
debida perspectiva que otorga el tiempo. La conclusión incide muchas veces, por
lo tanto, en la confusión entre la tarea del investigador del pasado y del
cronista de los hechos que le ha tocado vivir, convirtiendo a los historiadores
en periodistas y a los periodistas en aspirantes a historiadores, obviando la
tan deseada objetividad.
Si
hemos de referirnos a nuestra historia contemporánea, sin duda estaremos
obligados a hacer alusión a la revolución científica y su consecuente
aplicación práctica – tecnológica. Desde el encumbramiento del método
científico en el entorno occidental y su progresiva ocupación de todos los
ámbitos de la vida social, la tecnología se ha convertido en uno de los fósiles
– guías de nuestra modernidad. Nuestra era vendrá representada por los restos
mortecinos de cualquier smartphone, que a su vez podrá subdividirse de acuerdo
al sistema operativo y luego clasificarse según las distintas apps… Los
arqueólogos del futuro se enfrentarán a culturas Android frente a las Apple y
una muy residual, según los datos observados, de Windows…
En
esta vorágine orgiástica de lo tecnológico que nos ha tocado vivir, puede
afirmarse dos consecuencia nefandas e impredecibles del uso y abuso de lo
técnico: la primera, todos nos creemos fotógrafos y, encima, casi con
cualidades profesionales; la segunda, igual de inquietante, es que se ha
propagado entre toda la población un impúdico exhibicionismo.
Cualquier
acto o experiencia cotidiana es digna de ser retratada e inmortalizada. Cuando
las plazas de las ciudades españolas fueron ocupadas por los indignados el
poder político de nuestro país tembló y espero el discurrir de los
acontecimientos alegando al hastío y al aburrimiento como única manera de
disolver aquellas concentraciones. Sin embargo, en los primeros días de euforia
y esperanza, los actos, los discursos rimbombantes y los imaginativos lemas
volvieron a ocupar el espacio público. Si Portugal tuvo su revolución de los
claveles, el movimiento del 15 – M bien podría haber cristalizado en una
posible revolución de los móviles o de las cámaras réflex digitales. Para
cualquier observador atento, era fácil comprobar la sencilla ecuación que
relacionaba manifestantes con móviles en una igualdad casi completa tomando una
tras otra miles y miles de instantáneas inmediatamente puestas a disposición
del público. Los grandes milagros del poder comunicativo de las redes sociales
que, por fin, han desbancado el monopolio informativo al que estábamos
sometidos hasta el alumbramiento de Internet.
Pero
mucho más pernicioso que el mero hecho de obtener imágenes digitales que, sin
duda, facilitarán el posterior y futuro trabajo de los historiadores que
dispondrán de abundante material gráfico para ilustrar sus textos, es el
exhibicionismo descarado que ha provocado la abundancia de teléfonos con cámaras
fotográficas. Es el momento en que me planteo cuál es la extraña y obsesiva
enfermedad que nos obliga a fotografiar una y otra vez los aspectos más nimios
y ridículos de nuestro día a día. Tampoco considero necesario todo ese
repertorio de posturas absurdas frente al espejo para dar a conocer al orbe
entero los progresos musculares. Y, sobre todo, considero el aspecto demoniaco
del progreso que nos ha regalado mil y un filtros para retocar las imágenes de
formas variadas llegando al paroxismo de la incongruencia al tratar de ofrecer
un aspecto desaliñado y anticuado (moderno, diríamos desde el vintage) de nuestras instantáneas.
Baudelaire
consideraba la fotografía como el recurso de los artistas mediocres. El poeta
francés, alarmado frente a los excesos del cientificismo decimonónico,
consideraba la fotografía como un invento pernicioso cuya única consecuencia
derivaría en el fin del arte como la expresión máxima del genio creador.
Posiblemente, si Baudelaire el maldito se hubiese visto sujeto a la sobre –
exposición de musculados ante el espejo, tetonas en ropa interior haciendo
morritos a la cámara y miles y miles de paisajes sometidos a los más
variopintos filtros, su shock hubiese sido tal que nunca hubiese podido concebir
Las flores del mal.
Luis
Pérez Armiño
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