sábado, 27 de abril de 2013

Baudelaire e instagram



La historia, como supuesta ciencia, se reserva el derecho de categorizar cualquier tiempo pasado para tratar de extraer unas determinadas estructuras que organicen su objeto de conocimiento. Sin embargo, el ritmo de la contemporaneidad exige un cambio en los métodos historiográficos de tal manera que, el historiador de lo actual se ha visto obligado a trabajar con los hechos recientes: analizarlos, categorizarlos y explicarlos, muchas veces, sin la debida perspectiva que otorga el tiempo. La conclusión incide muchas veces, por lo tanto, en la confusión entre la tarea del investigador del pasado y del cronista de los hechos que le ha tocado vivir, convirtiendo a los historiadores en periodistas y a los periodistas en aspirantes a historiadores, obviando la tan deseada objetividad.

Si hemos de referirnos a nuestra historia contemporánea, sin duda estaremos obligados a hacer alusión a la revolución científica y su consecuente aplicación práctica – tecnológica. Desde el encumbramiento del método científico en el entorno occidental y su progresiva ocupación de todos los ámbitos de la vida social, la tecnología se ha convertido en uno de los fósiles – guías de nuestra modernidad. Nuestra era vendrá representada por los restos mortecinos de cualquier smartphone, que a su vez podrá subdividirse de acuerdo al sistema operativo y luego clasificarse según las distintas apps… Los arqueólogos del futuro se enfrentarán a culturas Android frente a las Apple y una muy residual, según los datos observados, de Windows…

En esta vorágine orgiástica de lo tecnológico que nos ha tocado vivir, puede afirmarse dos consecuencia nefandas e impredecibles del uso y abuso de lo técnico: la primera, todos nos creemos fotógrafos y, encima, casi con cualidades profesionales; la segunda, igual de inquietante, es que se ha propagado entre toda la población un impúdico exhibicionismo.

Cualquier acto o experiencia cotidiana es digna de ser retratada e inmortalizada. Cuando las plazas de las ciudades españolas fueron ocupadas por los indignados el poder político de nuestro país tembló y espero el discurrir de los acontecimientos alegando al hastío y al aburrimiento como única manera de disolver aquellas concentraciones. Sin embargo, en los primeros días de euforia y esperanza, los actos, los discursos rimbombantes y los imaginativos lemas volvieron a ocupar el espacio público. Si Portugal tuvo su revolución de los claveles, el movimiento del 15 – M bien podría haber cristalizado en una posible revolución de los móviles o de las cámaras réflex digitales. Para cualquier observador atento, era fácil comprobar la sencilla ecuación que relacionaba manifestantes con móviles en una igualdad casi completa tomando una tras otra miles y miles de instantáneas inmediatamente puestas a disposición del público. Los grandes milagros del poder comunicativo de las redes sociales que, por fin, han desbancado el monopolio informativo al que estábamos sometidos hasta el alumbramiento de Internet.

Pero mucho más pernicioso que el mero hecho de obtener imágenes digitales que, sin duda, facilitarán el posterior y futuro trabajo de los historiadores que dispondrán de abundante material gráfico para ilustrar sus textos, es el exhibicionismo descarado que ha provocado la abundancia de teléfonos con cámaras fotográficas. Es el momento en que me planteo cuál es la extraña y obsesiva enfermedad que nos obliga a fotografiar una y otra vez los aspectos más nimios y ridículos de nuestro día a día. Tampoco considero necesario todo ese repertorio de posturas absurdas frente al espejo para dar a conocer al orbe entero los progresos musculares. Y, sobre todo, considero el aspecto demoniaco del progreso que nos ha regalado mil y un filtros para retocar las imágenes de formas variadas llegando al paroxismo de la incongruencia al tratar de ofrecer un aspecto desaliñado y anticuado (moderno, diríamos desde el vintage) de nuestras instantáneas.

Baudelaire consideraba la fotografía como el recurso de los artistas mediocres. El poeta francés, alarmado frente a los excesos del cientificismo decimonónico, consideraba la fotografía como un invento pernicioso cuya única consecuencia derivaría en el fin del arte como la expresión máxima del genio creador. Posiblemente, si Baudelaire el maldito se hubiese visto sujeto a la sobre – exposición de musculados ante el espejo, tetonas en ropa interior haciendo morritos a la cámara y miles y miles de paisajes sometidos a los más variopintos filtros, su shock hubiese sido tal que nunca hubiese podido concebir Las flores del mal.

Luis Pérez Armiño


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