sábado, 13 de abril de 2013

Cuestiones en torno al desamor



Nadie duda de las dificultades que conlleva cualquier relación de pareja. La necesaria convivencia supone la aceptación tanto de cualidades como de posibles defectos así como amplias dosis de paciencia por parte de los contendientes implicados. Son muchos los expertos en la materia amorosa que afirman que se podría establecer una similitud entre cualquier relación amorosa y la secuencia vital biológica. Es decir, el amor nace, se desarrolla y muere en muchos casos. Por lo tanto, se puede dibujar un esquema diacrónico en cualquier relación amorosa que implica el nacimiento de una pareja, su desarrollo y su más que presumible desaparición o ruptura. Cada una de estas fases conlleva unas características o hitos que permiten su identificación a simple vista. Por ejemplo, ese primer momento de surgimiento o alumbramiento del amor puede ser claramente definido a partir de las miradas bobaliconas y estúpidas de los implicados.

El surgimiento de la relación amorosa puede caracterizarse por lo ardoroso de los encuentros. Por lo general, esta intensa actividad ha tenido comienzo con determinados ritos de apareamiento en el que uno de los miembros de la futura pareja hace alarde, con todo tipo de recursos, de las potencialidades que puede ofrecer al futurible candidato a disfrutar de sus supuestas bondades. La naturaleza nos permite la observación de multitud de estos ritos entre las más diversas especies animales, muchos de ellos extremadamente ridículos pero sin llegar al grotesco paroxismo de los cortejos asociados a la especie humana. Después de esos apasionados comienzos, la pareja se estabiliza iniciándose entonces un periodo de tranquilidad que suele dominar cualquier aspecto de la vida en común. El sexo se convierte en una actividad cíclica cuya frecuencia disminuye de acuerdo al número de aniversarios que celebra la feliz pareja. Por último, esa calma degenera en tensa calma y la desidia socava cualquier resquicio de sentimiento amoroso que podía sobrevivir de aquellos momentos iniciales ahora en extremo idealizados. El amor ha muerto…

Uno de los momentos más duros en cuanto a una pareja tiene que ver, precisamente, con el punto y final de esa relación. Alguien decía hace tiempo aquella frase manoseada de la dificultad del último beso, no del primero. Sentencia verdadera y profundamente acertada. Se trato de situaciones apuradas tanto para quien decide dar por concluido el contrato como para la persona rescindida. Sin embargo, es un paso muchas veces trágicamente necesario por el bien común.

Por suerte, nuestra sociedad, la española, ha crecido y ha madurado de una forma vertiginosa. En apenas treinta años, hemos pasado de unas costumbres anacrónicas y anquilosadas en las estrecheces del pasado a la modernidad más vanguardista. Pasamos de las misas en latín y las Semanas Santas de música sacra y marchas militares, de alzacuellos y sotanas, guardianes de la moral grises y leyes contra vagos y maleantes, a ser uno de los primeros países en legalizar con todas las consecuencias los matrimonios homosexuales, por ejemplo. Nuestra sociedad ha madurado y los divorcios son regulados legalmente. No existen complicaciones añadidas ni se ha extendido de forma perniciosa las prácticas antaño temidas. Simplemente, las hemos aceptado con naturalidad, normalidad e, incluso, gracia y salero. ¿Por qué no seguir avanzando?

Las cosas acaban, finalizan. Es una ley básica y universal que rige los destinos del mundo desde el principio de los tiempos. Es más que evidente que la relación sociedad – clase política en nuestro país está más que rota. Lleva agonizando largos años. Sin embargo, desde hace poco tiempo es más que palpable que esa relación ha recibido el tiro de gracia. La sociedad ha demandado la más que justa separación para poder iniciar un nuevo proyecto en solitario en el que, quizás, quién sabe, puedan surgir nuevos pretendientes, más galanes y más benefactores, que puedan aportar más en la relación. Sin embargo, la clase política no hace más que recurrir a viejos fantasmas del pasado para denegar ese divorcio tan ansiado, negándose a aceptar un fin más que consumado.

La pregunta podría formularse en torno a la gran cantidad de amor que profesan nuestros políticos a la sociedad que les ha cegado y no nos dejan ir, como un amante celoso. Sin embargo, creo que por ahí no van los tiros… ¿Qué razones hay para que no quieran abandonarnos a nuestra suerte? Ahí dejo esa cuestión a modo de debate abierto. Espero sus colaboraciones.

Luis Pérez Armiño



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