Nadie
duda de las dificultades que conlleva cualquier relación de pareja. La
necesaria convivencia supone la aceptación tanto de cualidades como de posibles
defectos así como amplias dosis de paciencia por parte de los contendientes
implicados. Son muchos los expertos en la materia amorosa que afirman que se
podría establecer una similitud entre cualquier relación amorosa y la secuencia
vital biológica. Es decir, el amor nace, se desarrolla y muere en muchos casos.
Por lo tanto, se puede dibujar un esquema diacrónico en cualquier relación
amorosa que implica el nacimiento de una pareja, su desarrollo y su más que
presumible desaparición o ruptura. Cada una de estas fases conlleva unas
características o hitos que permiten su identificación a simple vista. Por
ejemplo, ese primer momento de surgimiento o alumbramiento del amor puede ser
claramente definido a partir de las miradas bobaliconas y estúpidas de los
implicados.
El
surgimiento de la relación amorosa puede caracterizarse por lo ardoroso de los
encuentros. Por lo general, esta intensa actividad ha tenido comienzo con
determinados ritos de apareamiento en el que uno de los miembros de la futura
pareja hace alarde, con todo tipo de recursos, de las potencialidades que puede
ofrecer al futurible candidato a disfrutar de sus supuestas bondades. La
naturaleza nos permite la observación de multitud de estos ritos entre las más
diversas especies animales, muchos de ellos extremadamente ridículos pero sin
llegar al grotesco paroxismo de los cortejos asociados a la especie humana.
Después de esos apasionados comienzos, la pareja se estabiliza iniciándose
entonces un periodo de tranquilidad que suele dominar cualquier aspecto de la
vida en común. El sexo se convierte en una actividad cíclica cuya frecuencia
disminuye de acuerdo al número de aniversarios que celebra la feliz pareja. Por
último, esa calma degenera en tensa calma y la desidia socava cualquier
resquicio de sentimiento amoroso que podía sobrevivir de aquellos momentos iniciales
ahora en extremo idealizados. El amor ha muerto…
Uno
de los momentos más duros en cuanto a una pareja tiene que ver, precisamente,
con el punto y final de esa relación. Alguien decía hace tiempo aquella frase
manoseada de la dificultad del último beso, no del primero. Sentencia verdadera
y profundamente acertada. Se trato de situaciones apuradas tanto para quien
decide dar por concluido el contrato como para la persona rescindida. Sin
embargo, es un paso muchas veces trágicamente necesario por el bien común.
Por
suerte, nuestra sociedad, la española, ha crecido y ha madurado de una forma
vertiginosa. En apenas treinta años, hemos pasado de unas costumbres
anacrónicas y anquilosadas en las estrecheces del pasado a la modernidad más
vanguardista. Pasamos de las misas en latín y las Semanas Santas de música
sacra y marchas militares, de alzacuellos y sotanas, guardianes de la moral
grises y leyes contra vagos y maleantes, a ser uno de los primeros países en
legalizar con todas las consecuencias los matrimonios homosexuales, por
ejemplo. Nuestra sociedad ha madurado y los divorcios son regulados legalmente.
No existen complicaciones añadidas ni se ha extendido de forma perniciosa las
prácticas antaño temidas. Simplemente, las hemos aceptado con naturalidad,
normalidad e, incluso, gracia y salero. ¿Por qué no seguir avanzando?
Las
cosas acaban, finalizan. Es una ley básica y universal que rige los destinos
del mundo desde el principio de los tiempos. Es más que evidente que la
relación sociedad – clase política en nuestro país está más que rota. Lleva
agonizando largos años. Sin embargo, desde hace poco tiempo es más que palpable
que esa relación ha recibido el tiro de gracia. La sociedad ha demandado la más
que justa separación para poder iniciar un nuevo proyecto en solitario en el
que, quizás, quién sabe, puedan surgir nuevos pretendientes, más galanes y más
benefactores, que puedan aportar más en la relación. Sin
embargo, la clase política no hace más que recurrir a viejos fantasmas del
pasado para denegar ese divorcio tan ansiado, negándose a aceptar un fin más
que consumado.
La
pregunta podría formularse en torno a la gran cantidad de amor que profesan
nuestros políticos a la sociedad que les ha cegado y no nos dejan ir, como un
amante celoso. Sin embargo, creo que por ahí no van los tiros… ¿Qué razones hay
para que no quieran abandonarnos a nuestra suerte? Ahí dejo esa cuestión a modo
de debate abierto. Espero sus colaboraciones.
Luis
Pérez Armiño
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