domingo, 7 de abril de 2013

De la selva al supermercado



En primer lugar es necesario partir de una anécdota totalmente verídica que tuvo lugar no hace muchos años en una escuela de educación infantil concertada. Una de las maestras que tenía asignada una de las aulas de ese colegio decidió el planteamiento de una actividad didáctica de difícil resolución. Seguramente, detrás de la cuestión pedagógica, existiese un fin lúdico y la más que certera intención de la profesora de poder descansar unos minutos. La actividad en cuestión consistía en dibujar un pato. Inmediatamente, todos los pupilos y pupilas se entregaron con esa pasión inocente e infantil a la loable actividad pseudo – pictórica empuñando sus lápices de colores y desenfundando sus cartulinas vírgenes e impolutas. Pasado el tiempo previsto, todos y todas entregaron sus magníficos y coloristas patos a la maestra que los recogía satisfecha. Sin embargo, en un momento dado, uno de los trabajos presentados por uno de sus alumnos, uno de los más guerreros y despiertos, le llamó la atención. Con sorna, decidió enseñar el dibujo al resto de la clase con la intención de hacer burla de aquel pequeño y su pato…

Hasta el pasillo de aquel colegio concertado llegaban las ensordecedoras carcajadas de la jauría infantil en que se había convertido aquella tierna escena escolar de hacía apenas un par de minutos. Decenas de niños y niñas desdentados y desdentadas que se reían y retorcían tratando de reprimir las indecentes lágrimas. Apoyado en la mesa del profesor, el niño avergonzado, dueño del dibujo motivo de la mofa, miraba al suelo tratando de disimular su mal rato, mientras la profesora enseñoreaba una y otra vez aquella cartulina del dolor y la vergüenza. Pero, ¿qué escondía aquel pato que tanta hilaridad despertó entre los crueles compañeros de aquel niño? Aquel chaval, algo bruto pero extremadamente noble, había dibujado un pato cuello verde. De cuerpo rechoncho y marrón, el verde de su cuello brillaba con intensidad. ¡Valiente ignorante!, pensaba la formada maestra… ¡Qué estúpido!, coreaban entre irrisorias convulsiones sus compañeros… ¡Si todo el mundo sabe que los patos son amarillos!

Y después de esta bella fábula sobre el niño y el pato cuello – verde, no puede más que venirme a la cabeza una cuestión de importancia fundamental: la etnobotánica.

Hoy todos somos capaces de reconocer la potencialidad del conocimiento botánico y zoológico de cualquier comunidad indígena que mantenga unas determinadas condiciones de vida tradicionales. Este es el caso de muchas tribus y grupos poblaciones que mantienen formas de vida cazadoras – recolectoras e, incluso, determinadas prácticas agrícolas, que han demostrado y demuestran un conocimiento asombrosamente exacto del entorno que habitan. Son muchas las circunstancias en que determinadas monografías antropológicas y series documentales nos han mostrado a individuos que habitan zonas boscosas, selváticas o desérticas, en general cualquier biotipo, que conocen a la perfección. Con genial precisión indican a los incrédulos rostros de los occidentales que estudian sus formas de vida cuáles son las plantas comestibles, cuáles las venenosas y cuáles las insípidas y sin gracia.

De hecho, incluso la poderosa y cruel industria farmacéutica ha descubierto las potencialidades económicas de estos ancestrales conocimientos y no han dudado, utilizando todo tipo de tretas y artimañas, en robarlos y comercializarlos sin ningún tipo de miramiento ni remordimiento.

En este proceso evolutivo extraño y que tiende a la externalización de cualquier facultad humana, hemos sido capaces de obviar determinadas capacidades en detrimento de su privatización en manos de grandes empresas. Es decir, expongo: antes, en nuestra infancia primitiva, nuestros ancestros eran capaces de recorrer sus naturalezas varias reconociendo especies aptas y no aptas para su supervivencia con una exactitud magistral. Hoy, sin embargo, hemos decidido despojarnos de esta capacidad para confiarla a agentes externos que nos sirven los productos para nuestro desarrollo totalmente empaquetados, pasteurizados e higienizados. Así, pocos de nuestros niños y niñas saben qué es una gallina y consideran el huevo como algo presentado en cómodas y atractivas cajas acolchadas previstas para soportar ligeros golpes.

Por eso, la imaginería contemporánea se ha empeñado en vendernos una imagen dulcificada de un pato amarillo al que todos queremos abrazar para hacernos olvidar ese extraño ave de colores pardos que anda surcando los cielos de un sitio para otro dependiendo de las estaciones.

Con esta última reflexión, cierro mi personal y poco fundamentada aportación a la etnobotánica.

Luis Pérez Armiño

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