En primer lugar es necesario partir de una anécdota
totalmente verídica que tuvo lugar no hace muchos años en una escuela de
educación infantil concertada. Una de las maestras que tenía asignada una de
las aulas de ese colegio decidió el planteamiento de una actividad didáctica de
difícil resolución. Seguramente, detrás de la cuestión pedagógica, existiese un
fin lúdico y la más que certera intención de la profesora de poder descansar
unos minutos. La actividad en cuestión consistía en dibujar un pato.
Inmediatamente, todos los pupilos y pupilas se entregaron con esa pasión
inocente e infantil a la loable actividad pseudo – pictórica empuñando sus
lápices de colores y desenfundando sus cartulinas vírgenes e impolutas. Pasado
el tiempo previsto, todos y todas entregaron sus magníficos y coloristas patos
a la maestra que los recogía satisfecha. Sin embargo, en un momento dado, uno
de los trabajos presentados por uno de sus alumnos, uno de los más guerreros y
despiertos, le llamó la atención. Con sorna, decidió enseñar el dibujo al resto
de la clase con la intención de hacer burla de aquel pequeño y su pato…
Hasta el pasillo de aquel colegio concertado
llegaban las ensordecedoras carcajadas de la jauría infantil en que se había
convertido aquella tierna escena escolar de hacía apenas un par de minutos.
Decenas de niños y niñas desdentados y desdentadas que se reían y retorcían
tratando de reprimir las indecentes lágrimas. Apoyado en la mesa del profesor,
el niño avergonzado, dueño del dibujo motivo de la mofa, miraba al suelo
tratando de disimular su mal rato, mientras la profesora enseñoreaba una y otra
vez aquella cartulina del dolor y la vergüenza. Pero, ¿qué escondía aquel pato
que tanta hilaridad despertó entre los crueles compañeros de aquel niño? Aquel
chaval, algo bruto pero extremadamente noble, había dibujado un pato cuello
verde. De cuerpo rechoncho y marrón, el verde de su cuello brillaba con
intensidad. ¡Valiente ignorante!, pensaba la formada maestra… ¡Qué estúpido!,
coreaban entre irrisorias convulsiones sus compañeros… ¡Si todo el mundo sabe
que los patos son amarillos!
Y después de esta bella fábula sobre el niño y el
pato cuello – verde, no puede más que venirme a la cabeza una cuestión de
importancia fundamental: la etnobotánica.
Hoy todos somos capaces de reconocer la
potencialidad del conocimiento botánico y zoológico de cualquier comunidad
indígena que mantenga unas determinadas condiciones de vida tradicionales. Este
es el caso de muchas tribus y grupos poblaciones que mantienen formas de vida
cazadoras – recolectoras e, incluso, determinadas prácticas agrícolas, que han
demostrado y demuestran un conocimiento asombrosamente exacto del entorno que
habitan. Son muchas las circunstancias en que determinadas monografías antropológicas
y series documentales nos han mostrado a individuos que habitan zonas boscosas,
selváticas o desérticas, en general cualquier biotipo, que conocen a la
perfección. Con genial precisión indican a los incrédulos rostros de los
occidentales que estudian sus formas de vida cuáles son las plantas
comestibles, cuáles las venenosas y cuáles las insípidas y sin gracia.
De hecho, incluso la poderosa y cruel industria farmacéutica ha descubierto las potencialidades económicas de estos ancestrales conocimientos y no han dudado, utilizando todo tipo de tretas y artimañas, en robarlos y comercializarlos sin ningún tipo de miramiento ni remordimiento.
En este proceso evolutivo extraño y que tiende a la
externalización de cualquier facultad humana, hemos sido capaces de obviar
determinadas capacidades en detrimento de su privatización en manos de grandes
empresas. Es decir, expongo: antes, en nuestra infancia primitiva, nuestros
ancestros eran capaces de recorrer sus naturalezas varias reconociendo especies
aptas y no aptas para su supervivencia con una exactitud magistral. Hoy, sin
embargo, hemos decidido despojarnos de esta capacidad para confiarla a agentes
externos que nos sirven los productos para nuestro desarrollo totalmente
empaquetados, pasteurizados e higienizados. Así, pocos de nuestros niños y
niñas saben qué es una gallina y consideran el huevo como algo presentado en
cómodas y atractivas cajas acolchadas previstas para soportar ligeros golpes.
Por eso, la imaginería contemporánea se ha empeñado
en vendernos una imagen dulcificada de un pato amarillo al que todos queremos
abrazar para hacernos olvidar ese extraño ave de colores pardos que anda
surcando los cielos de un sitio para otro dependiendo de las estaciones.
Con esta última reflexión, cierro mi personal y poco
fundamentada aportación a la etnobotánica.
Luis Pérez Armiño
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