A
finales del siglo XVIII Europa entra a sangre y fuego en la modernidad. Pero
como cualquier hecho histórico que se precie, éste tiene sus antecedentes más o
menos inmediatos. Es durante el siglo XVII cuando en el viejo continente,
entregado a las más variadas formas de guerra y violencia, se desarrollan las
bases sobre las que se sustenta toda la ciencia contemporánea. Después de un
proceso de recuperación de todo el conocimiento desarrollado en la Antigüedad,
con el conveniente tamizado otorgado por los poderes religiosos, la modernidad
elucubró sobre las distintas vías en torno al pensamiento y sus modos de
actuación. De hecho, se comprendió la vital importancia de la naturaleza y la
necesidad de obtener una justa medida de la misma para adecuar al ser humano en
su conveniente escenario. Fue esa la vía que abrió las puertas al posterior
triunfo aplastante de la razón como única metodología aplicable en todos los
aspectos que rigen la vida.
Vamos
a recrear la escena para lograr una mayor compresión de la cuestión. En medio
de un salón alumbrado por multitud de velas, decorado hasta la saciedad en un
recargado y escalofriante estilo excesivamente hortera, blancas y polvoreadas
cabecitas se devanarían los sesos tratando de sacar de sus molleras elaboradas
leyes, pragmáticos decretos y demás bulas destinadas a ordenar en sus más
nimios aspectos la vida del pueblo llano. No en vano, a ellos se les había
encargado la misión divina de dirigir los destinos de sus súbditos, seres por lo
general desgreñados y malolientes, sujetos a sus más viles pasiones, dominados
por una ignominiosa incultura que se delataba a través de sus rasgos físicos
malformados y horrendos. Esto es lo que básicamente se denomina despotismo
ilustrado.
La
Ilustración, nacido al amparo de la pomposa corte francesa, pretendió arrojar
algo de luz en las tinieblas supersticiosas y malignas que se cernían sobre
suelo europeo. Sin embargo, siempre procuró este loable objetivo desde las
alturas insondables de sus privilegios. Los ilustrados, al fin y al cabo,
solían ser hombres de elevada cultura y formación que habían sido agraciados
con la enorme fortuna de poder dedicar su tiempo al noble y loable arte del
pensamiento, sin tener que preocuparse lo más mínimo por manchar sus delicadas
y cuidadas manos en cualquier otro trabajo servil y / o remunerado. En
definitiva, una típica actitud paternalista de quien detenta el poder y
mantiene esa altanería clasista y segregadora edulcorada a base de igualdades
hipócritas y unidireccionales.
El
devenir lógico de todas estas corrientes de pensamiento colocó la cabeza la
monarquía en el patíbulo y el supuesto fin de los privilegios. Había nacido con
ello la Europa contemporánea. Sin embargo, no existe una ruptura como tal; más
bien, en todo caso, un traspaso de poderes en el que la vieja nobleza y demás
estamentos detentadores del poder se vieron obligados a ocupar un mero papel
protocolario en los nuevos ámbitos de control social dejando paso a una pujante
y adinerada clase burguesa. El nuevo estado nacido al amparo de constituciones
populares y la destrucción de viejo orden estamental comprendió la necesidad de
hacer partícipes de sus beneficios al resto de los pueblos de Europa. Es
entonces cuando se inicia la intensa labor evangelizadora de los misioneros
franceses que decidieron sustituir la cruz por la bayoneta, la sotana por el
intenso azul de las casacas de los soldados del emperador, y la Biblia por
nuevos códigos civiles y demás ordenamientos que santificaban el nuevo contrato
social. Es una práctica común a lo largo de la historia adoctrinar acerca de
las bondades de nuestras creencias a los demás congéneres con los que nos
cruzamos en nuestro camino. Y si no asienten ante nuestro predicamento,
consideramos que la mejor opción posible consiste en aliviar el sufrimiento
ajeno mediante el hábil recurso a la espada y el pistoletazo certero entre ceja
y ceja.
A
partir de este momento, estoy seguro que a todos los que en estos momentos
estemos leyendo estas líneas (miles y miles) se nos viene a la cabeza mil y un
ejemplos de este tipo de actitud tan humana. Unos deseando enseñar en nombre
del bien de los enseñandos y otros
tanto negándose a aprender pretendiendo quedarse como están…
Luis Pérez Armiño
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