Habíamos dejado al museo en calidad de tipología arquitectónica que podría definir al siglo XX.
Nada
más lejos de la realidad. Al fin y al cabo, como en muchos otros
ámbitos, la arquitectura contemporánea se ha caracterizado por un grado
de crecimiento y diversificación incontenible. Han surgido multitud de
nuevas tipologías mientras que otras ya existentes se han transformado y
repensado una y otra vez. En toda esa marea arquitectónica, donde se
une lo nuevo y lo antiguo en una bacanal muchas veces de difícil
esclarecimiento, el museo es un elemento más que nada de acuerdo a la
corriente (o mejor dicho, a las corrientes).
Hay otra
tipología edilicia que me parece más representativa de la realidad
moderna del siglo XX. En este caso, es una tipología universal (al igual
que el museo) que por obra y gracia de la labor civilizadora de Europa
se ha extendido al resto de continentes (de la misma manera que el
museo). De hecho, han sido muchas las culturas y civilizaciones que han
adoptado esta tipología con especial entusiasmo, aunque nunca sin llegar
al grado de desarrollo práctico y teórico como el demostrado en el
viejo continente. En este caso, me refiero a una tipología muy
particular que puede adquirir multitud de manifestaciones (como hace el
museo): es el campo de concentración.
Como tal, los
campos de internamiento de prisioneros constituyen un hecho universal
que no obedece a una pauta temporal determinada. Si bien es cierto que
el siglo XX instaura el campo de detención masivo como una realidad
propia. Su puesta en marcha, su desarrollo y su efectividad no alcanzan
en ningún otro momento histórico los hitos alcanzados en el reciente
pasado siglo. A nivel académico, se entiende que la acepción moderna del
campo de concentración surgiría con motivo de los conflictos coloniales
que vivió España a finales del siglo XIX en Cuba y Filipinas y
alcanzaría su punto de mayor desarrollo gracias al ingenio alemán a
mediados de siglo, durante la Segunda Guerra Mundial. El campo de
concentración, demostración arquitectónica de las bondades humanas, no
puede someterse solo a estos dos ejemplos, ni siquiera a la magnitud del
exterminio nazi; los campos de concentración, entendidos como
arquitecturas destinadas a la reclusión masiva de cualquier grupo
oponente por las más diversas causas, han existido en todos los
continentes: se han documentado en Estados Unidos, en Sudamérica, en
Asia… El campo de concentración es un hecho universal.
Y,
sin duda, resume mejor que cualquier otra tipología la verdadera
esencia de la especie humana. Los museos pretenden convertirse en
templos sacrosantos de los logros de la humanidad. Sin embargo, los
campos de concentración presumen de haber obtenido ese mérito mucho
antes y de una forma menos deliberada. Todo el odio del que ha sido
capaz el hombre se ha resumido en esas arquitecturas, muchas de ellas
eventuales, que han jalonado todos y cada uno de los rincones de nuestro
planeta. Y su efecto pernicioso se ha hecho notar a millones y millones
de personas. Por lo tanto, su alcance, podríamos asegurar, ha sido
mucho mayor que el de todos los museos del mundo juntos. Los campos de
concentración obedecen siempre a una idea preconcebida.
Deben resolver multitud de problemas derivados de su propia gestión
mediante concienzudos proyectos que resuelvan, a bajo coste, todos estos
inconvenientes. Los campos de concentración son auténticas células
arquitectónicas donde el ser humano se encuentra sometido a la
brutalidad más desconcertante de la que son capaces sus propios
congéneres.
Desde el punto de vista meramente funcional y
espacial, es la única tipología arquitectónica existente que no tiene
salida. Solo una única entrada donde pretenden hacernos creer que el
trabajo nos hará libres.
Luis Pérez Armiño
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