En el transcurrir
histórico, y al amparo de nuestra actual modernidad, nuevas y
sorprendentes tipologías arquitectónicas se han sucedido. Dependiendo de
la fuente consultada y de la especialidad académica del autor, surgirán
multitud de propuestas que tratan de establecer una tipología que
defina la arquitectura del siglo XX, todas válidas. De especial interés
me parece aquella que insiste en considerar al museo, como hecho
arquitectónico que encierra todo un complejo entramado cultural y social
entre sus muros, el edificio que define al siglo XX. Y me llama la
atención por tratarse de una arquitectura que, pese a lo que pretenden
las buenas intenciones de sus gestores, está empeñada en resguardarse en
un pasado que le protege de las convulsiones del presente.
Después
de la destrucción generalizada de la Segunda Guerra Mundial, cierta
intelectualidad hizo de la necesidad virtud y comprendió el enorme
potencial regenerador que podría surgir de un proceso tan destructor y
apocalíptico como la última contienda mundial. Todo el viejo continente
había sido arrasado de la noche a la mañana. Dos mil años de historia
perecieron bajo toneladas de bombas en una demostración impúdica de los
prodigios de la moderna industria bélica.
El panorama,
desolador, ofrecía un campo yermo sobre el que ensayar modernas teorías
que deberían reconstruir un mundo nuevo donde las recientes atrocidades
bélicas no tuvieran sentido. Por otra parte, la enorme destrucción
causada al patrimonio cultural europeo hizo notar la necesidad de
articular todo tipo de medidas, teóricas y prácticas, que asegurasen la
salvaguardia del patrimonio histórico de la humanidad. Es el momento de
las grandes recomendaciones y los discursos llenos de loables
declaraciones que abogaban por un futuro de paz y prosperidad (no es
necesario insistir en lo inútil de todos aquellos propósitos). En este
ambiente, la comunidad museística, adoptando como base todo el corpus
desarrollado durante dos siglos de experiencias y ensayos, decidió
replantear una moderna museología que reorientase, incluso, la razón de
ser de tan venerables instituciones.
Entonces se escriben
multitud de tratados y propuestas teóricas que tratan de convertir el
museo en un ente dinámico y educador, capaz de transformar la propia
sociedad a la que sirve mediante el disfrute estético y didáctico de lo
patrimonial. Se suceden las teorías y contra – teorías, los ensayos y,
cómo no, los errores. Se abogaba por un centro museístico que no fuese
solo un centro de documentación o un simple almacén de viejos tesoros.
Se llegó a proponer, incluso, un museo que fuera de sus muros fuese
capaz de imbricarse con su propio territorio envolviendo a la población
en una tarea llamada a generar una alta cultura que fomentase el
entendimiento y la paz entre los pueblos del mundo… Lejos quedaron
aquellos bellos propósitos que tuvieron como único final engrosar
sesudas y complicadas teorías y discusiones en torno a la museología y
los museos.
Mientras, la arquitectura decidió hacer suyo
el museo y lo convirtió en tipología autónoma y propia que, poco a
poco, fue creciendo hasta desbordar, al final, a la propia arquitectura.
Obras faraónicas y majestuosas, muchas veces incomprendidas y la
mayoría de las ocasiones incomprensibles, que se asentaban orgullosas
en medio de viejas ciudades con pretensión de nuevos ricos. No fueron
extraños los casos en que los museos se convirtieron en presuntuosas
cajas que imponían un profundo respeto. Los museos volvieron a ser
templos sagrados, esta vez dedicados a nuevos dioses, que muchos
preferían no profanar.
El museo se pretendía amo y señor del siglo XX.
Luis Pérez Armiño
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