Y ahora que jugamos a vanagloriarnos de ser señores del tiempo no
está de más recordar el pasado tan trágico que nos acompaña como una
pesada sombra. Europa olvida su tránsito lleno de tragedia y dolor
cuando presume de ser madre de la cultura y la razón.
La
huelle indeleble de su atroz misión toma forma en multitud de símbolos.
Europa ha creado todo un mundo imaginario que se ha grabado con fuerza
en el imaginario colectivo. Ha generado unos iconos llenos de
desesperanza, de claridad meridiana para que el receptor capte sin ruido
alguno el mensaje justo y adecuado. Quizás, el escenario o los actores
puedan cambiar… Pero el mensaje se repite una y otra vez, de forma
machacona.
Nadie dibuja ya vigorosos bisontes en los
techos de oscuras cavernas; nadie sabría trazas unas ingenuas líneas
para dotar de vida a una delicada cierva. No interesan los significados
mágicos ni legendarios, ni siquiera los sexuales tan primarios y
humanos. Hoy solo se entiende la iconografía del dolor y el sufrimiento
disfrazada de una falsa y herética piedad inundada en millones de
lágrimas anónimas.
Miguel Ángel, el colérico artista,
realizó una Piedad, considerada cumbre de la historia del arte, por
encargo de un clérigo francés en misión diplomática ante la Santa Sede.
La factura es perfecta y armoniosa. Un cuerpo masculino púdicamente
desnudo que descansa con elegancia sobre el regazo de su madre. Una
bella mujer que acoge a su hijo muerto con desconcertante serenidad. Sin
considerar las meras cuestiones técnicas, toda la composición, de una
geometría contenida y equilibrio perfecto, emana paz y tranquilidad. Su
significado trasciendo todo simbolismo y nos sitúa ante un momento
culminante en el relato de la fe cristiana. Más allá de todas las
lecturas dogmáticas, la cruel imagen de la madre recogiendo el cadáver
de su hijo queda matizada por una suavidad exigida por los principios
académicos y las exigencias doctrinales. (Vaticano,
1498 – 1499)
En
este caso nos encontramos ante una Piedad ausente. Ausente porque ya no
hay por quien llorar. En todo caso, un rastro de huesos y algunos
jirones de telas mohosas recuperadas gracias a la caridad internacional.
En medio de un mar verde, una mujer se arrodilla y se protege con un
paraguas. Aparece flanqueada por una hilera interminable de lápidas
relucientes e impolutas. La escena culmina en un túmulo de arena, a
primera vista insuficiente para poder cubrir todos los cuerpos que
esperan un enterramiento digno. La tierra se convierte en un poderoso
símbolo que, al mismo tiempo que oculta nuestros errores y vergüenzas,
se transforma en el último reclamo de un mínimo de piedad y de decencia
humana. La mujer ni siquiera llora; más bien se sume en un gesto de
resignación mientras dirige la mirada al suelo. (Fotógrafo: Fehim
Demir. EPA. Srebrenica, Bosnia y Herzegovina, 2009).
Un tipo de
Piedad inversa. No estamos ante una madre que recoge con desesperación
el cadáver de su hijo. En este caso, se trata de un hombre vestido con
chaqueta militar que, agachado, abraza a su madre recostada en el suelo.
El rostro de esa mujer está descompuesto por el dolor y sus ojos se
hunden con rabia. Apenas a un metro de distancia se encuentra el cadáver
de una joven rubia sobre un charco de sangre. Alguien ha tenido la
humanidad suficiente para tapar su rostro con una chaqueta. La lectura
de la imagen revela la crueldad de la escena, en la que un hijo debe
consolar a su madre mientras su hermana, hija de la mujer derrumbada y
vencida en brazos del hombre, yace a escasa distancia recién muerta. El
hombre aparta la vista del cadáver y sujeta con un abrazo crispado a su
madre. La imagen nos recuerda que nosotros hemos sido los verdugos de
esa desgraciada joven a la que han cubierto la cara con una chaqueta.
(Fotografía:
Dimitar Dilkoff. AFP. Donetsk, Ucrania, 2014)
Luis Pérez Armiño
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