lunes, 17 de diciembre de 2012

Kurbak, el ermitaño



Mi nombre es Kurbak, o el Loco del Monte, como gustan algunos decirme. Cómo acabé abandonado en una cabaña perdida en el calvario resulta difícil de determinar. Quizás influyera mí profundo ego. Una inconsciente prepotencia capaz de convencerme de que me alzaba sobre el resto de humanos. Poderoso ese sentimiento que otorga la suficiente seguridad de creerse dueño de la verdad y la razón. Yo estaba por encima del bien y del mal o eso es lo que creía.
La soledad oculta una innata sabiduría que asimilas con dolor. Cuando, tras mucho porfiar, me hallé solo y abandonado, sin nadie que le preocupara cuestión alguna de mí ser, pude recapacitar y comprender mi situación. Es entonces cuando el desamparo te golpea con rudeza y te empuja a los brazos de la reflexión. Tras mi insuflada divinidad se escondía una inseguridad patológica, alimentada por un miedo que no era capaz de percibir. Mi grandeza no era más que un factor psicológico de compensación, un mecanismo de defensa ante la miseria que poseía mi alma.
Resulta paradójico como me mentía cobardemente haciéndome creer que me idolatraba, cuando en realidad lo único que sentía hacía mí era un profundo menosprecio, incluso odio podría llamarlo. Llegué a darme cuenta con el tiempo de que todo mi ser era efímero y con certeza no me sabía imperfecto, porque simplemente no era ni existía, creía hacerlo. Me tenía por grande, sin ninguna base que sostuviera ese pensamiento. No valoré la necesidad de rendir cuentas a los demás, pues convencido me hallaba de que el mundo me las debía rendir a mí. Me invité al banquete de los dioses sin ser divinidad.
Cuando no cuidas una dolencia ésta se hace crónica, siendo muy difícil la sanación. Dentro de mi ser agónico encontré la causa del mal, pero ya era tarde, la debilidad y cobardía se habían enquistado en lo más profundo. Nunca afronté la vida y sin saberlo huía constantemente de ella. Es curioso que siempre se dé cuenta uno de estas cosas cuando suele ser demasiado tarde.
Este es el castigo a mi soberbia, terminar en el ostracismo. Maldije la ignorancia de los demás sin saber que también era mía, pero como todo en mí lleva su particularidad, a la ignorancia le añadí la intransigencia. Vacío estoy, pues a nadie tengo en el mundo con quién compartir mi sufrimiento. Mi razón me dejó solo, pero, aunque tarde, aprendí que no existe verdad que no se pueda compartir.

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