Mi nombre es Kurbak, o el Loco del Monte, como gustan algunos
decirme. Cómo acabé abandonado en una cabaña perdida en el calvario resulta
difícil de determinar. Quizás influyera mí profundo ego. Una inconsciente
prepotencia capaz de convencerme de que me alzaba sobre el resto de humanos.
Poderoso ese sentimiento que otorga la suficiente seguridad de creerse dueño de
la verdad y la razón. Yo estaba por encima del bien y del mal o eso es lo que
creía.
La soledad oculta una innata sabiduría que asimilas con dolor.
Cuando, tras mucho porfiar, me hallé solo y abandonado, sin nadie que le
preocupara cuestión alguna de mí ser, pude recapacitar y comprender mi
situación. Es entonces cuando el desamparo te golpea con rudeza y te empuja a
los brazos de la reflexión. Tras mi insuflada divinidad se escondía una
inseguridad patológica, alimentada por un miedo que no era capaz de percibir.
Mi grandeza no era más que un factor psicológico de compensación, un mecanismo
de defensa ante la miseria que poseía mi alma.
Resulta paradójico como me mentía cobardemente haciéndome creer
que me idolatraba, cuando en realidad lo único que sentía hacía mí era un
profundo menosprecio, incluso odio podría llamarlo. Llegué a darme cuenta con
el tiempo de que todo mi ser era efímero y con certeza no me sabía imperfecto,
porque simplemente no era ni existía, creía hacerlo. Me tenía por grande, sin
ninguna base que sostuviera ese pensamiento. No valoré la necesidad de rendir
cuentas a los demás, pues convencido me hallaba de que el mundo me las debía
rendir a mí. Me invité al banquete de los dioses sin ser divinidad.
Cuando no cuidas una dolencia ésta se hace crónica, siendo muy
difícil la sanación. Dentro de mi ser agónico encontré la causa del mal, pero
ya era tarde, la debilidad y cobardía se habían enquistado en lo más profundo.
Nunca afronté la vida y sin saberlo huía constantemente de ella. Es curioso que
siempre se dé cuenta uno de estas cosas cuando suele ser demasiado tarde.
Este es el castigo a mi soberbia, terminar en el ostracismo.
Maldije la ignorancia de los demás sin saber que también era mía, pero como
todo en mí lleva su particularidad, a la ignorancia le añadí la intransigencia.
Vacío estoy, pues a nadie tengo en el mundo con quién compartir mi sufrimiento.
Mi razón me dejó solo, pero, aunque tarde, aprendí que no existe verdad que no
se pueda compartir.
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