Era extraña la ocasión en la que los olímpicos compartían velada.
Entregados con una creciente habitualidad a sus rutinas, verles a todos
reunidos podía ser considerado como todo un acontecimiento. Más común entre los
inmortales es que en sus coloquios surgiera la porfía sobre el hombre. No era
cosa rara que discutieran entre deidades, de hecho solían hacerlo con excesiva
frecuencia, pero el asunto de los humanos creaba un ambiente enrarecido y
violento, con posturas encontradas que no dejaban indiferente a nadie. El
humano había logrado raptarles protagonismo y autonomía, y se habían convertido
en algo cotidiano para la deidad. La dependencia, la fragilidad camuflada en la
vanidad, la propia naturaleza humana provocaba una constante atención por parte
de los olímpicos, que era evaluada desde las más dispares ópticas. Algunos
coincidían en lo absurdo de la existencia del hombre. Otros valoraban la
situación desde posturas más conciliadoras, concibiendo al humano como un ser
rebelde, pero entrañable. Los menos orbitaban su opinión ente el cariño y el
odio influidos por sensaciones efímeras y externas.
No iba a ser esta una ocasión diferente y poco a poco, pero cada
vez con mayor frecuencia surgía la palabra humano en el debate, hasta que el
vocablo se apoderó de él por completo. La falta de consenso entre las distintas
partes sobre la utilidad o necesidad de la raza humana originó la consabida
trifulca, en la que se seguía una norma no escrita pero reiterativa; nadie escuchaba
a nadie y todos intentaban imponer su criterio. Cada bramido era contestado con
otro de igual o mayor intensidad, a lo que añadir sucesivas discusiones
cruzadas que acrecentaban el caos y la confusión. La sala se había convertido
en un lugar imposible al entendimiento donde el bullicio y la falta de
compostura regían despóticamente. Pero como seres orgullosos que eran, estaban
poco dispuestos a ceder y habían impuesto la política de alzar la voz sobre el
vecino ante cualquier otra circunstancia, aunque esta fuese un irritante
estruendo que contrastaba con la nitidez de cada mensaje.
Se alargó por un tiempo más el enloquecido y poco divino
altercado. Paulatinamente se fueron apagando las voces que precedieron a un
extraño e inusual silencio, que aprovechó una de las deidades para tomar la
palabra. Se dirigió al centro de la sala calmadamente y con aptitud reflexiva
para reclamar la atención del resto del auditorio.
-Lo que os apunto será la peana de lo que ha de acontecer en el
mundo, mas muchos de vosotros conocéis ya el mensaje que he de transmitiros. No
creo que obviemos ninguno de los presentes el mal que acoge al humano, como
tampoco desconocemos su naturaleza depredadora. Pero estamos poseídos de una
absoluta ignorancia con respecto a las consecuencias de esa perversidad, hasta
que límites puede llegar a alcanzar esa maldad. Nuestro despotismo, unido a la
firme creencia de que el hombre es un ser ridículo y pusilánime, nos ha
colocado la venda en los ojos. No hay rival más débil que el desinformado.
Creedme si os digo con toda certeza que este es el escenario sobre el que
extenderá sus tentáculos en ese estúpido y enfermizo afán por dominar el
universo y no será condescendiente más que a su propia pretensión-.
No pudo por menos evitar que sus palabras provocaran reacciones
tan dispares como la incredulidad, la preocupación o simplemente la curiosidad.
Alguno llegó a interpretar sus palabras como que el fin de los dioses había
llegado a manos del patético humano y pensó que le había poseído la demencia.
Pero lo cierto es que ninguno interrumpió a la deidad en su breve receso,
esperaban conocer el resto del discurso.
-Cuando todo esto ocurra nosotros seremos responsables de la
rapiña injusta, del asesinato, del abuso de poder, de la crueldad, de la prevaricación,
de la obcecación, de la necedad, de la simplicidad, de la traición, de la
ausencia de redención y no deseo continuar, pues bien conocéis las faltas que
arropan al hombre y no es mi intención demorar la intervención más de lo
necesario. Solo digo que se tenga en cuenta al ser ridículo y pusilánime, pues
es capaz de crecer día a día alimentado por la codicia. Crece a ritmo acelerado
y aunque sea abismal el espacio que separa al hombre y la divinidad, no está de
más que nos mantengamos expectantes-.
Las palabras del orador no dejaron indiferente a nadie. Hasta los
más escépticos se preguntaban si habían sido excesivamente permisivos con el
hombre. El menosprecio es una mala cualidad que impide ver los avances del otro
y quizás sí habían caído en ese error.
-Aun así no seré yo quien dictamine lo que habrá de hacerse, pues
no son peores que nosotros. Es más, me atrevo a decir que la única diferencia
reside en la inmortalidad y en los poderes que tenemos y que el hombre ansía
sobre todas las cosas. Pero de la misma forma que os he advertido de lo que
habrá por llegar, también quiero dejaros por seguro que no tendrán más
inmortalidad que la que tú, Hades, les otorgas, ni más poderes que los que les
permita destruirse a sí mismos.
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