Diego, solicitado por personajes importantes, salió un día de su
casa. Todavía era un muchacho joven, defecto que atemperaba con unos
sólidos conocimientos adquiridos a la vieja usanza, y un ímpetu y una
maña extraña para una persona de su edad. Aunque en exceso valiente, el
camino polvoriento, sacudido por un sol de justicia, se convertía ante
sus analíticos ojos en un recorrido infinito que se perdía en el
horizonte. Atrás quedaba su hogar, despiadado y fanático, entregado a
los placeres más viles y a las pasiones más piadosas. Vivía en una
ciudad que rezaba de día y fornicaba sin cesar de noche.
Todo
eso dejó a su espalda. Alguien, de cierta importancia, requería de sus
servicios. Ese alguien, todavía un ser desconocido, había recibido
noticias sobre las proezas del joven Diego. Le habían regalado los oídos
con los prodigios que surgían de las manos de aquel muchacho moreno de
orígenes inciertos. Para Diego, aquel personaje que reclamaba su
presencia era un monstruo gigante y poderoso que todo lo podía. Sus
deseos eran órdenes; incluso para él, apenas un niño que acababa de
separarse de las faldas de su madre. En su espalda todavía escocían las
heridas de los varazos de su maestro.
Diego pertenecía a
una familia modesta. Tanto que Diego prefería omitir el apellido
paterno por vergüenza y, sobre todo, por prudencia. Todos pretendemos
que los perdedores y los desafortunados se aparten de nuestro camino,
queremos que se conviertan en seres invisibles que nunca han existido,
con los que nunca hemos hablado o a los que nunca hemos amado. Por eso,
Diego recurrió al apellido de su querida madre, mujer simple y beata, de
condición humilde pero respetada en la ciudad. Fue precisamente ella la
que entregó a un demasiado joven Diego a aquel maestro inflexible e
incomprensible. Horas y horas de latinajos que se alternaban con
trabajos serviles que libraban a aquel viejo estirado de los aspectos
más sacrificados de su todavía indigna profesión.
Fue su
maestro, con un capón certero en la blanda cabeza de Diego, quien le
puso el primer libro entre sus manos. Letra a letra, silaba a silaba y
luego palabra a palabra... el joven muchacho comprendió en poco tiempo
aquel galimatías de símbolos en apariencia desordenados y sin sentido.
Aquel esfuerzo intelectual se convirtió en una de las aficiones más
queridas de un Diego demasiado ávido de nuevas lecturas y nuevas
inquietudes.
Sin embargo, el destino es caprichoso y
gusta de jugar con esperanzas y frustraciones. Un caluroso día,
recogiendo agua de un pozo ya seco, el azar puso al joven Diego frente a
la hija de su viejo maestro. Las miradas se cruzaron y la pasión
adolescente puso el resto. El viejo sabía que Diego era un personaje
dotado que pronto encontraría su sitio, con fama y gloria, más tarde o
temprano. Por eso consintió e hizo la vista gorda.
Ahora
sí, Diego sería la apuesta personal del maestro. El viejo tutor,
persona que sabía combinar con agilidad las letras, puso todo su ingenio
al servicio del joven aprendiz. Redactó cientos y cientos de
cartas que recorrieron el país cantando las alabanzas de su joven
discípulo. Diego era el trabajador más dotado de todos los tiempos...
Sus habilidades eran tantas que eran imposibles de describir en unas
pocas líneas... En su cabeza el genio rebosaba con una fuerza
sobrehumana que hacía de él el más hábil artesano de todos los
tiempos... Sus ojos escrutaban y despedazaban con la maestría de
cirujano su entorno, mundano y vulgar, y lo convertía en algo sublime y
divino… Era un rey Midas que imprimía alma a todo lo que tocaba…
Contaban las gentes que un día convirtió el simple barro en oro puro tan
brillante que deslumbraba con su simple vista. Una achacosa vieja, casi
paralítica, se convirtió en una poderosa mujer, llena de vida y
alegría, solo con un gesto del joven Diego.
Por fin, un
día una carta decidió volver a manos de su maestro. Un antiguo paisano
suyo, hombre poderoso e influyente, había escuchado con atención las
palabras de aquel viejo sabio. Fue tal interés que despertó en él las
palabras de aquel viejo compadre que decidió conocer personalmente al
joven Diego.
Después de unos días, Diego se desperezó en
el incómodo asiento que ocupaba en aquel quejoso carruaje. Cegado
todavía por el sol, cubrió su vista con la mano para ver perdida en el
horizonte la silueta de aquella magnífica ciudad, la más grande y
sorprendente, el centro mismo del Universo.
Luis Pérez Armiño
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