sábado, 19 de julio de 2014

Pintor o cortesano

Diego, solicitado por personajes importantes, salió un día de su casa. Todavía era un muchacho joven, defecto que atemperaba con unos sólidos conocimientos adquiridos a la vieja usanza, y un ímpetu y una maña extraña para una persona de su edad. Aunque en exceso valiente, el camino polvoriento, sacudido por un sol de justicia, se convertía ante sus analíticos ojos en un recorrido infinito que se perdía en el horizonte. Atrás quedaba su hogar, despiadado y fanático, entregado a los placeres más viles y a las pasiones más piadosas. Vivía en una ciudad que rezaba de día y fornicaba sin cesar de noche.

Todo eso dejó a su espalda. Alguien, de cierta importancia, requería de sus servicios. Ese alguien, todavía un ser desconocido, había recibido noticias sobre las proezas del joven Diego. Le habían regalado los oídos con los prodigios que surgían de las manos de aquel muchacho moreno de orígenes inciertos. Para Diego, aquel personaje que reclamaba su presencia era un monstruo gigante y poderoso que todo lo podía. Sus deseos eran órdenes; incluso para él, apenas un niño que acababa de separarse de las faldas de su madre. En su espalda todavía escocían las heridas de los varazos de su maestro.

Diego pertenecía a una familia modesta. Tanto que Diego prefería omitir el apellido paterno por vergüenza y, sobre todo, por prudencia. Todos pretendemos que los perdedores y los desafortunados se aparten de nuestro camino, queremos que se conviertan en seres invisibles que nunca han existido, con los que nunca hemos hablado o a los que nunca hemos amado. Por eso, Diego recurrió al apellido de su querida madre, mujer simple y beata, de condición humilde pero respetada en la ciudad. Fue precisamente ella la que entregó a un demasiado joven Diego a aquel maestro inflexible e incomprensible. Horas y horas de latinajos que se alternaban con trabajos serviles que libraban a aquel viejo estirado de los aspectos más sacrificados de su todavía indigna profesión.

Fue su maestro, con un capón certero en la blanda cabeza de Diego, quien le puso el primer libro entre sus manos. Letra a letra, silaba a silaba y luego palabra a palabra... el joven muchacho comprendió en poco tiempo aquel galimatías de símbolos en apariencia desordenados y sin sentido. Aquel esfuerzo intelectual se convirtió en una de las aficiones más queridas de un Diego demasiado ávido de nuevas lecturas y nuevas inquietudes.

Sin embargo, el destino es caprichoso y gusta de jugar con esperanzas y frustraciones. Un caluroso día, recogiendo agua de un pozo ya seco, el azar puso al joven Diego frente a la hija de su viejo maestro. Las miradas se cruzaron y la pasión adolescente puso el resto. El viejo sabía que Diego era un personaje dotado que pronto encontraría su sitio, con fama y gloria, más tarde o temprano. Por eso consintió e hizo la vista gorda.

Ahora sí, Diego sería la apuesta personal del maestro. El viejo tutor, persona que sabía combinar con agilidad las letras, puso todo su ingenio al servicio del joven aprendiz. Redactó cientos y cientos de cartas que recorrieron el país cantando las alabanzas de su joven discípulo. Diego era el trabajador más dotado de todos los tiempos... Sus habilidades eran tantas que eran imposibles de describir en unas pocas líneas... En su cabeza el genio rebosaba con una fuerza sobrehumana que hacía de él el más hábil artesano de todos los tiempos... Sus ojos escrutaban y despedazaban con la maestría de cirujano su entorno, mundano y vulgar, y lo convertía en algo sublime y divino… Era un rey Midas que imprimía alma a todo lo que tocaba… Contaban las gentes que un día convirtió el simple barro en oro puro tan brillante que deslumbraba con su simple vista. Una achacosa vieja, casi paralítica, se convirtió en una poderosa mujer, llena de vida y alegría, solo con un gesto del joven Diego.

Por fin, un día una carta decidió volver a manos de su maestro. Un antiguo paisano suyo, hombre poderoso e influyente, había escuchado con atención las palabras de aquel viejo sabio. Fue tal interés que despertó en él las palabras de aquel viejo compadre que decidió conocer personalmente al joven Diego.

Después de unos días, Diego se desperezó en el incómodo asiento que ocupaba en aquel quejoso carruaje. Cegado todavía por el sol, cubrió su vista con la mano para ver perdida en el horizonte la silueta de aquella magnífica ciudad, la más grande y sorprendente, el centro mismo del Universo.


Luis Pérez Armiño

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