La Primera Guerra Mundial es la Gran Guerra. Por fin, toda una
maquinaria industrial aceleraba la producción con un único objetivo:
matar. El impacto del horror de la contienda se dejó sentir durante años
en la Europa azotada por los bombardeos masivos y con las cicatrices
todavía recientes en forma de kilómetros y kilómetros de trincheras que
arañaban las ásperas y frías tierras del continente. En todo ese
panorama, surgieron unos rostros desalentadores que recordaron la
crueldad infinita de la guerra. Ante las cámaras posaban decenas de
soldados con horribles mutilaciones. En alguna de estas instantáneas
parecía que el fiero guerrero, ahora deformado, asumía con resignación
su desdicha; en otras muchas, no existía un rostro que reflejase ningún
estado de ánimo.
La fotografía reflejó la guerra como
era, sin maquillajes ni disimulos. Atrás quedaron los viejos cuadros,
óleo sobre lienzo, que retrataban unos combates amables donde solo
tenían cabida los héroes y los gloriosos ejércitos, siempre impolutos,
en cerradas formaciones de perfecta geometría. Los antiguos cuadros
militares se recreaban en los rostros orgullosos de los vencedores y de
los generales que gustaban de acicalarse con todas sus medallas y demás
atavíos relucientes y pulcros. Con pinceladas de brocha gorda se
ocultaban los campos de batalla regados con la sangre de otros, llenos
de una indigesta cosecha de miembros salvajemente mutilados y carnes
deshechas.
En Crimea y en los Estados Unidos, el
caballete dejó paso a la instantánea de una industria todavía en exceso
joven, pero lo suficientemente madura como para dejar constancia de la
brutalidad de la guerra. En un principio, cuando primaba la composición
pictórica, aquellos incipientes fotógrafos no dudaban en componer
escenas y disfrazar a jóvenes sonrojados de famélicos cadáveres. Al fin y
al cabo, el retrato, en blanco y negro, no permitiría precisar el
estado del cuerpo que yace en el suelo junto a una batería artillera
destrozada. Pero llegó 1914 y toda la maquinaria desarrollada en Europa
afiló sus armas y se dedicó con saña a matar y mutilar al enemigo. Y
allí estaban los fotógrafos, los primeros cronistas que dibujaron el
infierno sobre la tierra.
Uno de los testimonios más
espeluznantes de la locura de aquella Gran Guerra, la del 14, quedó
grabada a sangre y fuego en los retratos de jóvenes soldados
horriblemente mutilados. Muchachos que se vieron, de la noche a la
mañana, sufriendo terribles heridas que desfiguraban de forma grotesca
sus rostros, o lo poco que quedaba de ellos. Hombres que habían perdido
la mandíbula en una explosión; soldados con tremendas oquedades allí
donde debía haber una nariz; jóvenes siempre ciegos que perdieron los
ojos y parte del cráneo por la violencia de los bombardeos;
estremecedores y grotescos agujeros donde antes se abrían bocas y se
susurraban palabras. La locura de la guerra encontró su carta de
presentación en algunas de las imágenes más violentas que ha dejado
aquella contienda desquiciada y estúpida.
Cómo explicar
que aquellos seres monstruosamente deformados se correspondían con
hombres. Eran muchachos que, un día, llamados por estúpidas y asesinas
ideas como la patria o la nación, partieron llenos de temor hacia un paraíso infernal donde se convivía día a día con la muerte
subterránea. En el mejor de los casos, un disparo certero de un
francotirador enemigo, seguramente con el mismo miedo en el cuerpo,
podría acabar con la agonía de vivir sepultado en una tumba esperando la
muerte definitiva minuto a minuto. Lo que antes era un compañero se
había convertido en un amasijo de carne que se pudría entre el lodo
mientras algunos restos de carne todavía palpitaban recordando que aquel
despojo fue en algún momento el único testimonio de una vida plena.
En
la actualidad, esa galería de monstruos que todavía hoy causan pánico
con su mera contemplación es la demostración más eficiente de la
brutalidad de la guerra. La Primera Guerra Mundial puso punto y final a
aquella lucha gloriosa que los pinceles de tantos y tantos pintores
insistieron en retratar; una ficción irreal y fantasiosa, tanto como los
cuentos infantiles, que la moderna técnica finiquitó de un plumazo con
una fiereza que desbordaba el propio marco de la fotografía.
Luis Pérez Armiño
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