sábado, 5 de julio de 2014

Aniversario. Cuando empezó la Primera Guerra Mundial.

La Primera Guerra Mundial es la Gran Guerra. Por fin, toda una maquinaria industrial aceleraba la producción con un único objetivo: matar. El impacto del horror de la contienda se dejó sentir durante años en la Europa azotada por los bombardeos masivos y con las cicatrices todavía recientes en forma de kilómetros y kilómetros de trincheras que arañaban las ásperas y frías tierras del continente. En todo ese panorama, surgieron unos rostros desalentadores que recordaron la crueldad infinita de la guerra. Ante las cámaras posaban decenas de soldados con horribles mutilaciones. En alguna de estas instantáneas parecía que el fiero guerrero, ahora deformado, asumía con resignación su desdicha; en otras muchas, no existía un rostro que reflejase ningún estado de ánimo.

La fotografía reflejó la guerra como era, sin maquillajes ni disimulos. Atrás quedaron los viejos cuadros, óleo sobre lienzo, que retrataban unos combates amables donde solo tenían cabida los héroes y los gloriosos ejércitos, siempre impolutos, en cerradas formaciones de perfecta geometría. Los antiguos cuadros militares se recreaban en los rostros orgullosos de los vencedores y de los generales que gustaban de acicalarse con todas sus medallas y demás atavíos relucientes y pulcros. Con pinceladas de brocha gorda se ocultaban los campos de batalla regados con la sangre de otros, llenos de una indigesta cosecha de miembros salvajemente mutilados y carnes deshechas.

En Crimea y en los Estados Unidos, el caballete dejó paso a la instantánea de una industria todavía en exceso joven, pero lo suficientemente madura como para dejar constancia de la brutalidad de la guerra. En un principio, cuando primaba la composición pictórica, aquellos incipientes fotógrafos no dudaban en componer escenas y disfrazar a jóvenes sonrojados de famélicos cadáveres. Al fin y al cabo, el retrato, en blanco y negro, no permitiría precisar el estado del cuerpo que yace en el suelo junto a una batería artillera destrozada. Pero llegó 1914 y toda la maquinaria desarrollada en Europa afiló sus armas y se dedicó con saña a matar y mutilar al enemigo. Y allí estaban los fotógrafos, los primeros cronistas que dibujaron el infierno sobre la tierra.

Uno de los testimonios más espeluznantes de la locura de aquella Gran Guerra, la del 14, quedó grabada a sangre y fuego en los retratos de jóvenes soldados horriblemente mutilados. Muchachos que se vieron, de la noche a la mañana, sufriendo terribles heridas que desfiguraban de forma grotesca sus rostros, o lo poco que quedaba de ellos. Hombres que habían perdido la mandíbula en una explosión; soldados con tremendas oquedades allí donde debía haber una nariz; jóvenes siempre ciegos que perdieron los ojos y parte del cráneo por la violencia de los bombardeos; estremecedores y grotescos agujeros donde antes se abrían bocas y se susurraban palabras. La locura de la guerra encontró su carta de presentación en algunas de las imágenes más violentas que ha dejado aquella contienda desquiciada y estúpida.

Cómo explicar que aquellos seres monstruosamente deformados se correspondían con hombres. Eran muchachos que, un día, llamados por estúpidas y asesinas ideas como la patria o la nación, partieron llenos de temor hacia un paraíso infernal donde se convivía día a día con la muerte subterránea. En el mejor de los casos, un disparo certero de un francotirador enemigo, seguramente con el mismo miedo en el cuerpo, podría acabar con la agonía de vivir sepultado en una tumba esperando la muerte definitiva minuto a minuto. Lo que antes era un compañero se había convertido en un amasijo de carne que se pudría entre el lodo mientras algunos restos de carne todavía palpitaban recordando que aquel despojo fue en algún momento el único testimonio de una vida plena.

En la actualidad, esa galería de monstruos que todavía hoy causan pánico con su mera contemplación es la demostración más eficiente de la brutalidad de la guerra. La Primera Guerra Mundial puso punto y final a aquella lucha gloriosa que los pinceles de tantos y tantos pintores insistieron en retratar; una ficción irreal y fantasiosa, tanto como los cuentos infantiles, que la moderna técnica finiquitó de un plumazo con una fiereza que desbordaba el propio marco de la fotografía.

Luis Pérez Armiño 


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