sábado, 12 de julio de 2014

Del cielo al infierno

Hay dos opciones básicas:

La primera, un relato edulcorado sobre alguno de los grandes momentos sublimes de la especie humana. Qué sé yo... Una historia en torno a un cuadro o cualquier otra creación artística. Es asunto sencillo que empieza con una descripción de lo contemplado: de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo; o al revés, qué importa. El resultado es un texto, más o menos ameno, que al final no cuenta nada y solo proporciona un entretenimiento pasajero. Entretenimiento que no significa deleite. Algunos relatos, los pocos, esconden momentos llenos de asombro, de gozo y disfrute. En otras ocasiones, pueden suscitar un horroroso deseo de acribillar a balazos al escritor. Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones, el resultado se resume en un bostezo anodino.

La segunda opción, más placentera para quien se cree con el derecho de escribir, necesita de un objeto de odio y rencor. Elegimos un objetivo y descargamos sobre él o ella todas nuestras frustraciones y nuestro dolor. En este caso, la opinión del lector es indiferente. Lo único que importa es soltar lastre mental.

En general, la primera opción se podría calificar como amable, de buenas intenciones y mejores deseos. La segunda, por su parte, implica un descenso acelerado al infierno por el deseo de venganza. El motivo de esa primera opción no es otro que la genialidad humana; la causa de la segunda, es una cualidad tan humana y tan universal como es la estupidez humana.

La segunda opción es venganza anónima pero de autor conocido. Su objetivo se suele perder en eufemismos. No se trata ya del recurrente miedo a cualquier tipo de acción legal. Más bien es una cuestión de tratar de disimular, de mala manera, toda esa violencia verbal bajo la apariencia de una supuesta inteligencia que no es ni supuesta ni inteligente. Mera sucesión de frases penosamente resueltas que pretenden convertirse en un ameno divertimento sin repercusión mínima. Si es que tiene alguna. Pero así es el espíritu humano. Cuando el hombre, o la mujer, sufre, busca resarcirse de las formas más simples y, ante todo, cobardes. Y nada mejor que hacerlo mediante un texto que quedará perdido en la nube, que escode mucho de frustraciones y bastante de sueños que nunca llegarán a buen puerto. 

No por mucho insistir las verdades son más verdades, o las verdades se convierten en mentira... O las mentiras se convierten en verdades. Así sí.

Y hay una circunstancia que es verdad irrefutable. Un axioma de gran simpleza pero en el que encuentra acomodo todas las certezas del mundo. Pienso que es necesario insistir una y otra vez sobre la misma idea. Grabarla a fuego y hierro en los cerebros y convertir una simple cuestión de observación lógica e inteligencia objetiva en un mantra que deberíamos repetirnos cinco, diez, mil veces, nada más levantarnos y saludar así al sol. 

En mi cabeza ronda con insistencia las teorías sobre la estupidez humana de Cipolla. De hecho, creo que no es la primera vez que me detengo en el asunto. Por favor, cualquier persona que desee comprender a fondo la profundidad del pensamiento y las reflexiones del historiador que acuda a su obra. Ligera y cómoda, de fácil lectura y fácilmente comprensible. Al fin y al cabo escribe de algo tan sumamente universal como la estupidez humana. A ello se le suma el crucial papel de las especies en la erótica medieval tras los fastos funerarios de la Peste Negra y tenemos una obra completa de obligada lectura en los ámbitos académicos y que debería convertirse en nuestro libro de cabecera. En definitiva, la estupidez humana se concreta en aquellas personas que realizan acciones malvadas contra otros aún a costa de su propio malestar.

Pues, bien, la estupidez puede adoptar multitud de caras. Una de ellas se asoma con falsa modestia y engaña con sonrisas lisonjeras y una bobería que esconde una infinita estupidez, falsa y anodina, cuya única bandera es la inutilidad completa de su existencia. Lo que debería convertirse en útil experiencia no es más un recorrido insulso y sin sentido. Sin meta final ni un objetivo vital. Cuando toda tu vida la dedicas a hacer reverencias, una tras otra, sin distinguir a quién, la espalda adquiere una curvatura natural. Es mentiroso, un ser egoísta y desagradecido, que siempre apuesta por las causas injustas y la cercanía del poderoso.

Tantas y tantas historias. Serían interminables y cansinas. Mejor no insistir en el carácter mezquino y miserable de este ser cuya única razón de ser es hundir al prójimo solo para conseguir la palmada en la espalda de los poderosos y los supuestos grandes hombres.

Por eso, te lo dedico, grandísima hija de la gran puta. Qué a gusto me he quedado.

Luis Pérez Armiño



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