Una
paramnesia no es otra cosa que un déjà vu.
Es decir, traducido de forma literal, al contado, un “ya visto”. Es esa extraña sensación ya vivida que es instantánea y
que llega sin aviso. Ante un olor, un escenario o un sonido que nos remite a un
pasado irreal y recurrente que suponemos haber vivido con anterioridad. Las
causas últimas de este pequeño trastorno en nuestro ínfimo espacio – tiempo
todavía son objeto de investigación. Por una parte, se han desarrollado
determinadas teorías que bajo la etiqueta de la ciencia relacionan el déjà vu con algún tipo de alteración en
los mecanismos que controlan la memoria; otras explicaciones, aborrecidas por
los supuestos científicos pero, sin duda, mucho más divertidas, ponen este
fenómeno en relación con ciertas dotes paranormales que nos sitúan ante la
videncia de un futuro por acontecer.
La
cadena de distribución de Public Felt Paper Co. se distribuye a lo largo y
ancho de multitud de metros cuadrados. Nadie sabe con exactitud las dimensiones
de la planta de montaje. Un secreto guardado bajo cien llaves en algún rincón.
Más bien un dato que se había perdido en el enmarañado sistema de
administración de la
compañía. Nadie reconocía el error.
En
ese laberinto de cintas, maquinarias y operarios sudorosos, se suceden los
ruidos infernales y metálicos. Veinticuatro horas al día y siete días a la semana. No existían
fiestas ni días de guardar. Nunca se apagaba el sistema. Era un continuo flujo
de energía. Los directivos, medio de ahorro eficaz e inmediato, eliminaron
todas las precauciones relativas a la salud auditiva de los operarios. Algunas
voces discordantes denunciaron entre susurros en los cinco minutos del almuerzo
la situación de desprotección de sus oídos. Inmediatamente fueron despedidos.
Causa última: deslealtad hacia la compañía.
La
seguridad era fundamental en Public Felt Paper Co. El engranaje fabril se
mantenía gracias a la fidelidad absoluta de todos y cada uno de los componentes
de la compañía. Era
una estructura mecánica sencilla: si alguien o algo fallaba, todo el castillo
de naipes se venía abajo. Era necesario mantener impoluta la lealtad de todos
los miembros de esa gran familia.
En
todos los pasillos existían cámaras de vigilancia. Las había fijas. Última
incorporación, novedad indiscutible del sector de la vigilancia privada, era
las muchas cámaras domos que
empezaban a poblar los rincones de la fábrica y de las oficinas. Sencillas y
efectivas, pequeños ojos oscuros e impúdicos que abarcaban todo el espacio bajo
su omnipotente vista. Incluso, algunas de ellas reaccionaban ante el más mínimo
movimiento y encendían como una fiera su ojo rojo y vibrante. La estancia a
vigilar era iluminada con una inquietante luz de aspecto subterráneo. Eran
imperceptibles para intrusos y despistados. Los responsables de seguridad de la
empresa habían estudiado minuciosamente todos los puntos más conflictivos donde
aquellas cámaras pudieran pasar desapercibidas.
Aquel
ojo infinito era controlado desde un pequeño y opaco puesto de control. Entre
sus habitantes, hasta cuatro guardias uniformados y de gesto hosco en turnos de
doce horas diarias. Sus uniformes, de colores oscuros y apagados, pretendían
infundir el respeto al orden y animar el sentimiento de pertenencia a la compañía. Lo vestían
matones y sheriffs de tres al cuarto,
recogidos en los muchos tugurios de la ciudad. Eran los únicos orgullosos de la placa
que les acreditaba como “vigilantes de la Public Felt Paper
Co”. En el cinturón, todo tipo de armas de “disuasión y control”. Algún ingeniero de brillantes luces concebía
aquellas máquinas infernales pensadas para infringir daño y, llegado el caso,
eliminar el potencial peligro (eufemismo para referirse a un término más
preciso como “liquidar”).
En
entorno de la compañía era hostil. La naturaleza es cruel y salvaje, ¿por qué
no la compañía? Cualquier trabajador, o trabajadora, era vigilado/a desde que
cruzaba la puerta de la
fábrica. Los vigilantes, mal hablados y peor encarados,
seguían a través de la cámara el día a día de cualquier persona que cruzase las
puertas de Public Felt Paper Co.
Al
relevar su turno, debían rendir cuentas mediante informe razonado de todas las
incidencias del día. Debidamente clasificadas en orden a su importancia (número
y naturaleza de altercados registrados) y fecha, se introducían en uno de los
buzones situados a la entrada de las oficinas de administración. De allí,
directamente y sin revisión previa, pasaban a manos de dirección para su atenta
lectura y supervisión.
Luis Pérez Armiño
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