Habíamos
hablado en otra ocasión, hace una semana en concreto, sobre los
orígenes mismos de la caza como mecanismo de subsistencia de aquel ser
humano primitivo y primigenio. Fueron los diversos avances, en la
ciencia, la técnica y el saber, los que proporcionaron los medios
necesarios para que el hombre, y por qué no, la mujer, se viese eximido
de la engorrosa obligación de tener que matar a un animal para asegurar
su supervivencia. Creo que somos muchos a los que nos tiembla la mano
solo de pensar en tener que asesinar a un animal.
Sin
embargo, en los vericuetos del laberinto que se conoce como historia, no
nos íbamos a librar del asunto cinegético. Ahora bien, ya no se trata
de una cuestión primigenia. En cualquier caso, es un asunto secundario
dirigido a la satisfacción del ocio, invento maligno que se asienta
sobre la modernidad occidental tan mal entendida.
La
caza se convirtió en un asunto altamente socializado. Aunque con
diferencias: en asunto ilegal si el cazador formaba parte de las
legiones de la clase media y baja; asunto digno y deportivo, elegante
incluso, si el practicante asesino era un señor o señora de bien. La
caza se convirtió en marca de una determinada clase y elemento de
distinción. De hecho, el cazador, señor opulento y magnánimo, podía
permitirse observar como los perros cazan sedientos para él y le
entregan sumisos las presas abatidas.
Es necesario
distinguir así un segundo momento, que se correspondería con el
desarrollo de sociedades agrícolas y/o ganaderas, en el que la caza pasa
a ser una actividad secundaria en dos órdenes. El primero, al
proporcionar unos determinados complementos a la dieta. En este sentido,
son muchas las fuentes que insisten en la importancia de la caza; me
viene a la mente las muchas anécdotas que se refieren a las partidas
ilegales, individuales o comunitarias, en zonas de reserva de caza
exclusiva de determinados estamentos privilegiados. En este punto, he de
referirme a ese segundo orden de la caza como actividad secundaria: es
decir, la caza entendida como un divertimento de determinados elementos
privilegiados de la sociedad. Una práctica que podríamos pensar
erradicada en nuestra modernidad actual y que, sin embargo, ni mucho
menos es así. En este caso, creo recordar la anécdota de cierto
personaje ilustra, un rey de esos que pretende serlo por derecho divino,
que se creía capaz de abatir el solo a elefantes; entre sus trofeos,
incluso, creo que figuran osos embadurnados en alcohol.
Parece evidente que existe una relación clara entre el placer de matar animales y la incapacidad intelectual del asesino.
Es
un axioma fácilmente demostrable y ampliamente documentado. Solo es
necesario hacer una relación detallada de todas las festividades
veraniegas que inundan la geografía española. En multitud de pueblos y
villas la diversión popular consiste en el acoso, agotamiento y muerte
final de un pobre animal. Ante la presencia de la presa, se produce una
especie de catarsis colectiva en la que la masa anónima, decididamente
envalentonada por la ingesta de alcohol y la necesaria ausencia
de capacidad intelectual mínima, estrella todas sus frustraciones y
odios primarios e irracionales contra un pobre animal que, seguramente,
ni siquiera entiende qué hace ahí, en medio de una plaza rodeado de una
muchedumbre que le chilla roja de ira. Es entonces fácil vislumbrar la
verdadera naturaleza humana; la del que se pretende valiente y esconde
su cobardía en el anonimato de la muchedumbre; la del que desata su
violencia, que lleva arraigada en su cerebro primate y pueril, contra un
animal indefenso y noble que solo se defiende de una muerte injusta y
cruel.
Y en estos casos es fácil recurrir a la cultura
como la forma de perpetuar hasta el infinito la crueldad humana. No es
arte ni mucho menos cultura. Es el ser humano en su esencia,
incapacitado y cobarde.
Luis Pérez Armiño