domingo, 28 de septiembre de 2014

De la subsistencia al linchamiento (II). Del rey al gentío

Habíamos hablado en otra ocasión, hace una semana en concreto, sobre los orígenes mismos de la caza como mecanismo de subsistencia de aquel ser humano primitivo y primigenio. Fueron los diversos avances, en la ciencia, la técnica y el saber, los que proporcionaron los medios necesarios para que el hombre, y por qué no, la mujer, se viese eximido de la engorrosa obligación de tener que matar a un animal para asegurar su supervivencia. Creo que somos muchos a los que nos tiembla la mano solo de pensar en tener que asesinar a un animal. 

Sin embargo, en los vericuetos del laberinto que se conoce como historia, no nos íbamos a librar del asunto cinegético. Ahora bien, ya no se trata de una cuestión primigenia. En cualquier caso, es un asunto secundario dirigido a la satisfacción del ocio, invento maligno que se asienta sobre la modernidad occidental tan mal entendida. 

La caza se convirtió en un asunto altamente socializado. Aunque con diferencias: en asunto ilegal si el cazador formaba parte de las legiones de la clase media y baja; asunto digno y deportivo, elegante incluso, si el practicante asesino era un señor o señora de bien. La caza se convirtió en marca de una determinada clase y elemento de distinción. De hecho, el cazador, señor opulento y magnánimo, podía permitirse observar como los perros cazan sedientos para él y le entregan sumisos las presas abatidas. 

Es necesario distinguir así un segundo momento, que se correspondería con el desarrollo de sociedades agrícolas y/o ganaderas, en el que la caza pasa a ser una actividad secundaria en dos órdenes. El primero, al proporcionar unos determinados complementos a la dieta. En este sentido, son muchas las fuentes que insisten en la importancia de la caza; me viene a la mente las muchas anécdotas que se refieren a las partidas ilegales, individuales o comunitarias, en zonas de reserva de caza exclusiva de determinados estamentos privilegiados. En este punto, he de referirme a ese segundo orden de la caza como actividad secundaria: es decir, la caza entendida como un divertimento de determinados elementos privilegiados de la sociedad. Una práctica que podríamos pensar erradicada en nuestra modernidad actual y que, sin embargo, ni mucho menos es así. En este caso, creo recordar la anécdota de cierto personaje ilustra, un rey de esos que pretende serlo por derecho divino, que se creía capaz de abatir el solo a elefantes; entre sus trofeos, incluso, creo que figuran osos embadurnados en alcohol. 

Parece evidente que existe una relación clara entre el placer de matar animales y la incapacidad intelectual del asesino.

Es un axioma fácilmente demostrable y ampliamente documentado. Solo es necesario hacer una relación detallada de todas las festividades veraniegas que inundan la geografía española. En multitud de pueblos y villas la diversión popular consiste en el acoso, agotamiento y muerte final de un pobre animal. Ante la presencia de la presa, se produce una especie de catarsis colectiva en la que la masa anónima, decididamente envalentonada por la ingesta de alcohol y la necesaria ausencia de capacidad intelectual mínima, estrella todas sus frustraciones y odios primarios e irracionales contra un pobre animal que, seguramente, ni siquiera entiende qué hace ahí, en medio de una plaza rodeado de una muchedumbre que le chilla roja de ira. Es entonces fácil vislumbrar la verdadera naturaleza humana; la del que se pretende valiente y esconde su cobardía en el anonimato de la muchedumbre; la del que desata su violencia, que lleva arraigada en su cerebro primate y pueril, contra un animal indefenso y noble que solo se defiende de una muerte injusta y cruel. 

Y en estos casos es fácil recurrir a la cultura como la forma de perpetuar hasta el infinito la crueldad humana. No es arte ni mucho menos cultura. Es el ser humano en su esencia, incapacitado y cobarde.

Luis Pérez Armiño 


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