sábado, 6 de septiembre de 2014

En el centenario de Toledo

Dicen los expertos que uno de sus grandes logros fue merecer su descubrimiento hace ya cien años. Toda su obra languidecía perdida en almacenes bajo la sospechosa mirada de los que entonces pretendían representar las buenas formas. Tuvo que esperar a que gente de fuera descubriese la genialidad que se escondía detrás de aquellas figuras alargadas artificialmente. Y por supuesto, una vez que el foráneo califica como extraordinario a un hombre (o a una mujer) o a su obra, los propios se limitan a mostrar su acuerdo con las palabras de ese extraño. Al fin y al cabo, el mero hecho de poseer el título de extranjería, siempre en cuando esté concedido en el norte, otorga la suficiente autoridad académica. 

No era el primero ni sería el último. En cuestiones de crítica, los expertos propios han preferido dejar que sean otros los que delimiten las sendas por las que ha de discurrir la opinión. 

En la paradoja que supuso a principios del siglo XIX la invasión francesa, con todo lo que implica de destrucción una guerra, fueron los invasores los únicos que apreciaron las cualidades del arte español. Tanto que decidieron llevárselo como parte del botín que debía compensar la maltrecha balanza de pagos bélica. No en vano, el Louvre puede jactarse de ser uno de los muchos museos europeos nutrido mediante los nobles modos de adquisición del pillaje y el saqueo. Mientras las iglesias y palacios eran saqueados por la soldadesca de la Grande Armée, la corte científica del emperador honraba la gloriosa memoria de la pintura española como uno de los logros más excelentes de la historia de la pintura española. 

Y así, aquel huraño y soberbio griego que se instaló en la imperial ciudad de Toledo fue recuperado por los desvaríos académicos de ilustres personajes y eruditos que poblaron el turbulento cambio de siglo, del XIX al XX, en una España sacudida, de la noche a la mañana, por la modernidad. 

La tensión de los fantasmales rostros y los cuerpos, casi desmembrados, que reptaban por el lienzo entre luces espectrales se convirtieron en un reclamo de estudiosos, investigadores e intelectuales empeñados en forjar una idea renovada y renovadora de la vieja España. Aquel pintor, místico y exaltado entonces, llegado desde Creta previo paso formativo por Italia, representaba a la perfección la espiritualidad de un pueblo arrebatado y piadoso que prefería dirigir sus plegarias al tormentoso cielo de Toledo antes que afrontar la dura realidad de los campos yermos y rocosos que rodeaban la ciudad. Miles de voces pretendieron ver en esos paisajes nocturnos y oníricos interpretaciones y explicaciones variopintas. Desde el exaltado hombre de fe que interpretaba los sentimientos piadosos de un pueblo, al pobre enfermo, deficiente visual, aquejado de un feroz astigmatismo que deformaba su realidad más cercana. 

Y así se cuenta la historia. Los años pasaron y aquel pintor fue visto y contemplado de mil y una maneras…, todas ellas, por supuesto, interesadas. Incluso, pintores y artistas se reclamaron sus herederos y exigían con virulencia convertirse en portadores de su visionario legado. 

Solo el sosiego y la calma, la meditación tranquila, permitió una relectura de la inmensa obra de El Greco. El ser místico, de la mirada defectuosa, fue contemplado con la supuesta calma que se supone al investigador. Historiadores del arte, arropados por un cientificismo infundado y pretencioso, ofrecieron una lectura que arrojaba al escenario público a un hombre extremadamente culto, que dominaba varios idiomas y que disponía de una amplia biblioteca con títulos de gran interés que no solo leía, incluso los comentaba. El pintor de la exaltación española de nuestro siglo de oro (en lo literario y en lo artístico, que no en lo político), se convirtió, de la noche a la mañana, en el pintor filósofo, calificativo avalado por la autoridad académica de figuras como Jonathan Brown o Fernando Marías. 

Y así, la “ciencia”, arrogante, nos robó, de la noche a la mañana, a ese genio testarudo y soberbio, que entre arrebatos de exaltación mística, ayudado por una vidriosa mirada aquejada de astigmatismo, y por qué no, algo miope, pintaba una y otra vez figuras y más figuras santas e inmaculadas que ascendían por sus telas como llamas caprichosas. Todo obedecía, eso nos cuentan, a un plan concienzudo y altamente intelectualizado, no a la capacidad de genio creador. De nuevo, la “ciencia”, arrogante y entre comillas, nos arrebató al genio. 

Luis Pérez Armiño 

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