Dicen los expertos que uno de sus grandes logros fue merecer su
descubrimiento hace ya cien años. Toda su obra languidecía perdida en
almacenes bajo la sospechosa mirada de los que entonces pretendían
representar las buenas formas. Tuvo que esperar a que gente de fuera
descubriese la genialidad que se escondía detrás de aquellas figuras
alargadas artificialmente. Y por supuesto, una vez que el foráneo
califica como extraordinario a un hombre (o a una mujer) o a su obra,
los propios se limitan a mostrar su acuerdo con las palabras de ese
extraño. Al fin y al cabo, el mero hecho de poseer el título de
extranjería, siempre en cuando esté concedido en el norte, otorga la
suficiente autoridad académica.
No era el primero ni
sería el último. En cuestiones de crítica, los expertos propios han
preferido dejar que sean otros los que delimiten las sendas por las que
ha de discurrir la opinión.
En la paradoja que supuso a
principios del siglo XIX la invasión francesa, con todo lo que implica
de destrucción una guerra, fueron los invasores los únicos que
apreciaron las cualidades del arte español. Tanto que decidieron
llevárselo como parte del botín que debía compensar la maltrecha balanza
de pagos bélica. No en vano, el Louvre puede jactarse de ser uno de los
muchos museos europeos nutrido mediante los nobles modos de adquisición
del pillaje y el saqueo. Mientras las iglesias y palacios eran
saqueados por la soldadesca de la Grande Armée, la corte científica del
emperador honraba la gloriosa memoria de la pintura española como uno de
los logros más excelentes de la historia de la pintura española.
Y
así, aquel huraño y soberbio griego que se instaló en la imperial
ciudad de Toledo fue recuperado por los desvaríos académicos de ilustres
personajes y eruditos que poblaron el turbulento cambio de siglo, del
XIX al XX, en una España sacudida, de la noche a la mañana, por la
modernidad.
La tensión de los fantasmales rostros y los
cuerpos, casi desmembrados, que reptaban por el lienzo entre luces
espectrales se convirtieron en un reclamo de estudiosos, investigadores e
intelectuales empeñados en forjar una idea renovada y renovadora de la
vieja España. Aquel pintor, místico y exaltado entonces, llegado desde
Creta previo paso formativo por Italia, representaba a la perfección la
espiritualidad de un pueblo arrebatado y piadoso que prefería dirigir
sus plegarias al tormentoso cielo de Toledo antes que afrontar la dura
realidad de los campos yermos y rocosos que rodeaban la ciudad. Miles de
voces pretendieron ver en esos paisajes nocturnos y oníricos
interpretaciones y explicaciones variopintas. Desde el exaltado hombre
de fe que interpretaba los sentimientos piadosos de un pueblo, al pobre
enfermo, deficiente visual, aquejado de un feroz astigmatismo que
deformaba su realidad más cercana.
Y así se cuenta la
historia. Los años pasaron y aquel pintor fue visto y contemplado de mil
y una maneras…, todas ellas, por supuesto, interesadas. Incluso,
pintores y artistas se reclamaron sus herederos y exigían con virulencia
convertirse en portadores de su visionario legado.
Solo
el sosiego y la calma, la meditación tranquila, permitió una relectura
de la inmensa obra de El Greco. El ser místico, de la mirada defectuosa,
fue contemplado con la supuesta calma que se supone al investigador.
Historiadores del arte, arropados por un cientificismo infundado y
pretencioso, ofrecieron una lectura que arrojaba al escenario público a
un hombre extremadamente culto, que dominaba varios idiomas y que
disponía de una amplia biblioteca con títulos de gran interés que no
solo leía, incluso los comentaba. El pintor de la exaltación española de
nuestro siglo de oro (en lo literario y en lo artístico, que no en lo
político), se convirtió, de la noche a la mañana, en el pintor filósofo,
calificativo avalado por la autoridad académica de figuras como
Jonathan Brown o Fernando Marías.
Y así, la “ciencia”,
arrogante, nos robó, de la noche a la mañana, a ese genio testarudo y
soberbio, que entre arrebatos de exaltación mística, ayudado por una
vidriosa mirada aquejada de astigmatismo, y por qué no, algo miope,
pintaba una y otra vez figuras y más figuras santas e inmaculadas que
ascendían por sus telas como llamas caprichosas. Todo obedecía, eso nos
cuentan, a un plan concienzudo y altamente intelectualizado, no a la
capacidad de genio creador. De nuevo, la “ciencia”, arrogante y entre
comillas, nos arrebató al genio.
Luis Pérez Armiño
No hay comentarios:
Publicar un comentario