El arte puede concebirse como un hecho cultural destinado a despertar
en el espectador al que va orientado determinados sentimientos. Existe
amplia literatura en torno a esta cuestión y sobre el fin último del
objeto artístico. De la misma manera, se sostiene que en el arte se
produce un proceso de interacción en el que juegan un papel fundamental
tanto la propia obra de arte como el receptor de la misma, el
espectador, un tema también profundamente tratado por la investigación.
La literatura profesional en torno al arte, para algunos, nace dentro
del panorama general del Renacimiento italiano; un tipo de escritos, la
mayoría de ellos con una clara intención didáctica o reivindicativa.
Habría que esperar hasta el siglo XVIII, y especialmente el XIX, para
que este tipo de narrativa en torno al arte madurase y adquiriese la
condición de la acepción moderna de la crítica como la plasmación de la
opinión de autoridad de determinados expertos que en base a sus
supuestos conocimientos podían dirigir los gustos estéticos de la
sociedad a la que dirigen sus escritos.
A partir del
siglo XVII se produce un interesante movimiento que traslada el eje
estético desde la península italiana hasta la corte francesa de los
borbones. Es en este siglo cuando las autoridades políticas francesas
comprenden el poder disuasorio del lenguaje artístico que pretenden
encauzar de acuerdo a las directrices de la recién creada academia de
bellas artes. Esta es la institución que debe regir los principios
artísticos del reino de Francia según unos postulados que, a día de hoy,
consideraríamos extremadamente inamovibles. Se crea una suerte de arte
institucional y oficializado que recibe los parabienes de las
autoridades y de todos aquellos que disponen de la capacidad suficiente
como para convertirse en consumidores de arte. Con el paso del tiempo,
los Salones se convierten en el escaparate de todo el arte que nace en
torno a esas anquilosadas instituciones empeñadas en una visión
demasiado monolítica de lo que debe ser el arte. El caso español es
especialmente revelador de esta situación, ya que después de las glorias
del pasado, la pintura decimonónica se sumergió en un letargo en exceso
formal y carente de la genialidad anterior de la escuela.
Paralelo
al fenómeno de los Salones surge toda una literatura crítica del arte
también muy en relación con el fenómeno periodístico, otro de los
grandes hitos culturales del siglo XIX. La prensa parisina se llena de
multitud de escritos y plumillas que ensalzan la grandeza de algunos
pintores mientras que hunden las aspiraciones de otros muchos. Y en toda
esa secuencia el arte ha de acomodarse al férreo dictado de la
Academia, sólo transgredido a finales de ese mismo siglo en un proceso
revolucionario que cambiaría para siempre la pintura.
Uno de los
más apasionados críticos de arte del momento fue el poeta Charles
Baudelaire (1821 – 1867). Siendo uno de los principales representantes
de la poesía simbolista de la Francia decimonónica no pudo sustraerse
del embrujo del hecho artístico, al que dedicó multitud de escritos y
artículos en torno a la pintura de su tiempo de acuerdo a lo que podía
contemplar en los Salones parisinos. Sobre esa base estableció todo un
corpus teórico sobre su propia visión del arte, de sus aspiraciones y
sus implicaciones. Baudelaire distinguía dos principios artísticos: uno
externo, simple y fácil, asequible en cierto modo; frente a él, existía,
sin embargo, un arte con mayúsculas, interno y sublime, casi sagrado,
reservado tan sólo a la genialidad de los más grandes, de los verdaderos
artistas.
Baudelaire, hombre de su tiempo, comprendió el
vertiginoso nuevo camino que había emprendido la sociedad que le tocó
vivir. El arte se encontraba inmerso en un proceso de regeneración que
anunciaba nuevos tiempos de modernidad que implicarían un era novedosa y
extraña. En definitiva, Occidente vivía los convulsos años de esa
extraña transición en que se salía de la oscuridad de los tiempos
antiguos mientras nuevas sombras se cernían sobre los pueblos de Europa
en nombre de la modernidad y una industrialización deshumanizada. Un
proceso que se enraíza en el tiempo y que en el siglo XIX muestra todas
sus facetas descarnadas. Frente a esas convulsiones y la perspectiva de
un nuevo mundo, surgen algunas voces que añoran Arcadias idílicas y
pasadas como antiguos paraísos de eterna felicidad. No es de extrañar
pues el odio profesado por el poeta Baudelaire a la fotografía, nueva
técnica que concebía como el refugio de los pintores mediocres.
Las
transiciones despiertan miedos y pasiones enfrentadas entre las
promesas de un futuro esperanzador y los pasados gloriosos en exceso
mitificados. Baudelaire defendía el genio que creía amenazado por el
exceso de un cientificismo gris e inhumano que triunfaba a marchas
forzadas en la vieja Europa alumbrando un nuevo mundo que ni él mismo,
ni en su labor crítica ni como poeta, sería capaz de concebir.
Luis Pérez Armiño
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