Es difícil calcular la hora cuando la niebla oculta el sol. Hace
frío. Son los últimos días del mes de septiembre. Al mediodía la
temperatura sube lo suficiente como para poder disfrutar de los últimos
rayos de luz y del calor de un verano que se resiste a finalizar. Pero
durante los primeros momentos de la madrugada el frío tenaz insiste en
recordar, una y otra vez, que el verano se está acabando. Se acabaron
las largas jornadas al sol, la tranquilidad sin prisa, el agotamiento
del descanso ininterrumpido. El frío, húmedo y persistente, se mete
entre la ropa y cala los huesos. Lo normal en una fría mañana de
septiembre.
El sol se esconde tras las grises nubes. Es
apenas un débil resplandor que insinúa su presencia. La humedad se
incrusta en los tejados ofreciendo brillos imprevisibles. Las torres de
las iglesias se pierden borrosas en el horizonte. Es una niebla de
septiembre. Cuando avance la mañana desaparecerá y dejará sitio al sol
de un verano sentenciado.
Es una hora temprana. Se
distingue por los bostezos, las muecas de cansancio y hastío, y los ojos
enrojecidos por la falta de sueño. El primer frío otoñal se impregna en
cada persona. Una marea humana despertada violentamente, cada vez más
densa, inunda las calles. Cientos, miles de hombres y mujeres, sin
distinción alguna, aferrados a sus abrigos grises. Forman prietas
columnas que marcan un ritmo despiadado y cruel envuelto en un grito
sordo y vacío, escalofriante y deshumanizador. En las calles sólo se
distingue el revuelo de los cláxones de los coches, lejanos silbidos y
pitadas que imponen órdenes, el murmullo apagado de la muchedumbre gris y
el cansino taconeo sobre los adoquines todavía húmedos. La muchedumbre
se adentra en las fauces del infierno.
Bajo el aparente
caos de rostros desconocidos, de ojos llorosos y narices congestionadas,
de gafas empañadas por el vaho, existe una inquietante y aterradora ley
que dispone el orden de la masa humana. En un estrecho andén se
apelotonan las columnas de recién llegados. Parece que cada uno y cada
una sabe el sitio que debe ocupar mientras espera la llegada del tren
ante la mirada impasible de vigilantes, funcionarios y operarios. Un
reloj marca de forma machacona los minutos que faltan para la llegada
del próximo convoy. La espera es interminable. El ambiente se caldea en
el andén. Una extraña mezcla de olores invade la atmósfera de la pequeña
estación. Diez minutos…, cinco, cuatro, tres… uno… El tren ha llegado.
El
gris convoy desfile lentamente ante la muchedumbre abarrotada ante el
andén. Se adivina un rostro apático en el habitáculo destinado al
conductor. En cuanto la máquina detiene su paso, se abren con un ruido
ensordecedor las puertas de los vagones. Inmediatamente, la multitud
irrumpe en los coches agolpándose en las entradas y en las ventanas que
dan al exterior. Los vigilantes insisten cada vez más irritados. Si la
gente se coloca al fondo de los vagones podrá entrar más personas. En
medio del murmullo generalizado, cada vez más alto, se empiezan a
escuchar los primeros gritos de protesta y las primeras órdenes de los
vigilantes y de los operarios. En un extremo del
coche, en un rincón perdido, alguien recuerda que es una persona.
Desde que se sumergió en aquel túnel oscuro y cálido, era sólo ganado.
Ni más ni menos. Y como tal, los vagones se hacinaban hasta su máxima
capacidad.
A ojos de los funcionarios y administradores
la cuestión era simple y evidente: optimizar cada transporte y cada
convoy. Lo que sucediese dentro era algo irrelevante. Cuestión de
cifras. Cada vagón podía contener hasta setenta personas de pie. Una al
lado de la otra. Los cuerpos en excesivo contacto, respirando el aliento
del compañero. Aferrándose a los brazos de desconocidos para no perder
el equilibrio. El aire se condensa, el calor se hace cada vez más
insoportable. Es un calor demasiado humano, maloliente y pegajoso. Se
puede masticar. Las frentes se llenan de sudor y las caras se
congestionan ante la angustia. En algunas partes del vagón es
prácticamente imposible respirar. Las puertas se cierran de forma
mecánica y sin contemplaciones. La ansiedad se apodera de algunos de los
“pasajeros”. Es imposible no mirar a los ojos desorbitados de los
compañeros de viaje.
Una anciana, llena de desesperación,
golpea insistentemente la puerta con sus huesudas manos. Sus gritos no
obtienen ninguna respuesta. Sólo indiferencia. Alguna mirada de
compasión. Entre las gotas de sudor que caen desde su frente, se
distingue una lágrima que recorre su mejilla desde sus ojos hundidos y
grises.
En el exterior, algunos operarios y vigilantes se
pasean por el andén libre revisando uno a uno los vagones del convoy.
No hay prisa. Los coches ya se encuentran a rebosar. Simple cuestión de
cifras y optimización de unidades. La espera asfixiante en el interior
es desesperante. Se hace interminable. Muchos son conscientes del
destino de su viaje. Un matadero, lento y pernicioso. No van a una
muerte rápida e indolora. Su agonía se prolongará durante días y
semanas; meses e, incluso, años. La crueldad desquiciada que se complace
en la lenta y dolorosa inquietud de la víctima.
Por
fin, un pitido pone en marcha el convoy. El transporte coge velocidad
mientras que para los pasajeros, hacinados en sus vagones, todo se
vuelve oscuridad.
Por fin, después de un desquiciante
trayecto, de cuerpos apiñados y sudorosos, de tensiones y crispaciones,
de nervios desquiciados y mentes destrozadas, angustias y ansiedades, la
luz inunda el vagón hacinado. Una voz femenina, excesivamente metálica,
inunda el tren que aminora su paso mientras se aproxima a su destino.
“Próxima estación: Ópera. Atención: estación en curva. Al salir tengan
cuidado para no introducir el pie entre coche y andén”.
Las puertas se abren con un sonido descorazonador y vomitan su carga.
Luis Pérez Armiño
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