jueves, 2 de enero de 2014

Arjón el malvado



La familia de Arjón había sido una acérrima defensora de las tradiciones. Cuando llegaron los nuevos tiempos, y con ellos los cambios, se opusieron rotundamente. Ellos siempre habían vivido bien, descendían de una familia noble y pudiente y el antiguo Gobierno los había favorecido. El padre de Arjón, Peridogo, refutado guerrero, terrateniente y activo colaborador del antiguo sistema gubernamental, en el momento en que los nuevos hombres entraron al poder, decidió marginarse de la escena política. Consideraba que su ciclo había terminado y que no podía ser partícipe de la decadencia de su pueblo. Solo volvería a la escena política si se le requiriese para apoyar una insurrección que retornara la situación a su estado primigenio.

Nunca llegó a entender cómo la propia aristocracia, con sus continuos enfrentamientos, había podido permitir el ascenso al poder del pueblo llano. Todo había cambiado, la producción agrícola, dependiente de los grandes terratenientes, pasaba a un segundo plano, fagocitada por el comercio y los nuevos ricos con sus monedas de plata. Peridogo les consideraba buitres, ya poseían riqueza y ahora ansiaban poder.

No pasaba un día en que Peridogo no se lamentase de la situación que, a su parecer, se vivía. Consideraba que los cambios iban a traer la ruina y la miseria a un hombre que, como él, había trabajado para su patria la vida entera. Tampoco entendía las nuevas leyes, que no castigaban con la severidad de antaño. Le parecía que se invitaba al facineroso a delinquir, puesto que el castigo recibido, en caso de ser descubierto, compensaba ampliamente ante la posibilidad de salir bien el delito. El nuevo régimen para él significaba la pérdida absoluta de los valores tradicionales, una traición a la honradez, el trabajo y el esfuerzo.

Arjón se educó en este ambiente, que le influyó profundamente. El poder había caído en manos del caos y el desorden. Pero pensaba que era una circunstancia transitoria y que pronto se restituiría el antiguo régimen. Sin embargo, el tiempo pasaba y la situación se mantenía igual. El nuevo Gobierno se consolidaba y los sueños de Arjón de volver al pasado perdían fuerza. Mantenía, no obstante, una incombustible tenacidad para no rendirse, no someterse a los que consideraba los traidores del pueblo. Si los demás no estaban dispuestos a hacer algo, tendría él mismo que tomar cartas en el asunto.

La familia de Arjón seguía siendo muy influyente entre los círculos más tradicionales de la sociedad. Descartó desde el primer momento soliviantar a la población poderosa y a los jerarcas del ejército, especialmente por el riesgo y la ausencia de una garantía de éxito. Él aseguraría, años más tarde, que había sido por evitar el derramamiento de sangre. Decidió que derrotaría al régimen utilizando sus propias armas y para ello debía ser elegido por aquel pueblo que tanto detestaba. Si el pueblo le concedía el beneplácito de gobernar, era porque deseaba el cambio, porque necesitaba un líder sólido y fuerte que lo guiara. En el momento que fuese elegido, dispondría de carta blanca para actuar. Pensó que había sido más inteligente que su padre, pues este, provisto de un gran orgullo, prefirió desaparecer a que se lo relacionase con la nueva situación, y con esa postura no se soluciona nada.

No le costó mucho a Arjón convencer a una buena parte del sector tradicional para que se uniera a su causa. Dieron cuerpo a una formación que reivindicaba la vuelta a la tradición y prometían trabajo y prosperidad para todos los ciudadanos. Entre su discurso político entraba el desterrar a aquellos que no fuesen ni ciudadanos ni esclavos, es decir, si salían elegidos habían prometido expulsar a los extranjeros. Luchaba por acabar con los comerciantes que habían corrompido el orden, a pesar de la prosperidad y riqueza que disfrutaba el pueblo por la acción de estos. Arjón y sus partidarios sostenían que no se podía permitir que alguien se lucrara de esa forma con tan poco esfuerzo. Procuraron hacer común esta propuesta, difundiendo la idea de un extranjero holgazán y delincuente que vivía a expensas del ciudadano trabajador.
Cuando llegó el momento de decidir al nuevo gobernante, el partido de Arjón no obtuvo los resultados esperados. Quedaban alejados del poder y con una base de apoyo endeble. Pero, lejos de desanimarse, Arjón esgrimió que los resultados no reflejaban la realidad; los ciudadanos se encontraban condicionados por falsas promesas y el total desconocimiento de las soluciones que él aportaba.

Arjón se dio cuenta de que el problema residía en su condición aristócrata. La población lo veía con recelo. Los aristócratas eran la antigua clase dirigente y elitista, ajena a la realidad de los ciudadanos, de los que tan solo querían su apoyo para hacerse con el poder y, una vez logrado, relegarlos a su antiguo estatus. Consciente del grave problema, Arjón determinó que tanto él como sus seguidores debían salir a las calles para mostrar un lado más cercano. Había que ocultar ese sentimiento de superioridad y pararse a escuchar los problemas de la gente. Conocer la situación de los ciudadanos pasó a ser el objetivo prioritario, y se suavizaron las posturas radicales, aunque esto último solo era de cara al exterior, pues las bases sobre las que Arjón había fundamentado sus ideas seguían inamovibles.

Con motivo de la nueva llamada a los ciudadanos para que eligiesen a sus representantes, Arjón concentró sus esfuerzos en presentarse como el amigo del ciudadano. No fue suficiente y cosechó una nueva derrota. Sacó como conclusión que, a pesar de ir por el camino correcto, el pueblo estaba demasiado acomodado con la situación actual, pues se vivían momentos de prosperidad.

Mientras se mantuviera este escenario, Arjón nunca jamás llegaría a gobernar, y era consciente de ello. Urdió entonces una vil conspiración. Se encargó de soliviantar a las ciudades rivales y para ello les hizo llegar un mensaje muy claro. Si seguían permitiendo el crecimiento económico de su ciudad, llegaría un momento en que esta se erigiría como líder sobre el resto. Para avalar su discurso, preguntó astutamente si se conocía la existencia de alguien que hubiese tenido poder y no lo utilizara. Recordó, por extensión de lo expuesto, al resto de los aristócratas que su situación de noble desterrado del poder iba a terminar siendo la de ellos también, pues la masa ansía gobernar y lo que había sucedido en su ciudad se iba a contagiar al resto. Y esta última postulación preocupó en sumo grado al resto de dirigentes.

No le faltaba razón a Arjón, y aquí si caló el mensaje del malvado. Se formó una coalición de ciudades dispuestas a frenar las políticas agresivas y expansionistas. Se ordenó a la ciudad de Arjón desmantelar la flota para asegurar la paz del territorio, bajo amenaza, en caso de negativa, de que fuese disuelta por la fuerza. La Coalición conocía bien que su exigencia era una declaración de guerra, pero esto era lo deseado. Confiaba en derrotar al enemigo y necesitaba la contienda para acabar con la democracia que amenazaba a sus propios territorios. 

Conscientes de la imposibilidad de tomar represalias por el mar, donde la superioridad de la ciudad Arjón era manifiesta, la Coalición reclutó un gran ejército y sitió la ciudad, cortando cualquier suministro de alimentos por parte de los campos circundantes. Esperaban que, con el tiempo, la falta de víveres y agua los condujera a rendirse.

A pesar de que las naves debían hacer trayectos más largos para comerciar, la situación de la ciudad sitiada era estable, dentro de las circunstancias y restricciones que impone una guerra. Las provisiones que traían los barcos eran suficientes y permitían la subsistencia. La férrea muralla, bien custodiada, no hacía temer una derrota por asalto. Salvo que se diese alguna condición anómala, la situación permitía esperar hasta que los agresores cejaran en su intento.

Arjón volvía a ver cómo se le escapaba otra oportunidad de llegar al poder. Los recursos de los que disponía la ciudad eran suficientes para controlar la situación. Nunca había valorado en su justa medida la fuerza marítima. Desde pequeño había oído a Peridogo que las naves solo servían de apoyo y transporte, la fuerza del ejército debía de residir en las formaciones hoplitas, es decir, en los contingentes terrestres. Su sorpresa fue mayúscula al observar las posibilidades que ofrecía el mar.

La última oportunidad de gobernar se le escapaba de las manos y debía actuar con celeridad. Él y sus secuaces buscaron provocar el pánico con mensajes alarmistas. Exageraron los contextos y los divulgaron por todos los rincones. Distorsionaron la realidad haciendo ver a la población que el actual Gobierno la había llevado a una situación de enemistad con el resto de ciudades. Culparon de la situación a los comerciantes, de los que llegó a decir que eran enviados del mismísimo Tártaro. Añadieron que, de seguir por ese camino, una vez fuesen derrotados, y recalcaron que iban a serlo, la ciudad sería arrasada y los sobrevivientes también hicieron especial hincapié en este punto serían convertidos en esclavos.
Cuando la necesidad aprieta, es muy fácil dejarse seducir por discursos populistas, y esto fue lo que sucedió. Arjón con la verdad no había obtenido apoyo de la población y tuvo que incurrir en la mentira para cambiar la situación. Su discurso caló, quizás por el agotamiento moral que supone estar sitiado, quizás porque la población no veía salida al conflicto con el actual Gobierno. Lo cierto es que un cada vez más numeroso grupo de población se oponía a la política existente y exigía cambios que aportaran soluciones al conflicto. Pero no espero tanto Arjón y, en el momento en que tuvo apoyos suficientes, derrocó el Gobierno de la ciudad y se autoproclamó tirano. Derogó las leyes existentes y restableció el diálogo con el enemigo para llegar a una paz honrosa.

No hubo problemas con los puntos básicos de las negociaciones: supresión del sistema democrático y desmantelamiento de la flota comercial y militar. El propio enemigo era el que le abría el camino a Arjón. Quizás el desmantelamiento íntegro de las naves de guerra era excesivo, pero accedió. Habiendo dado los pasos previos, se siguió con las negociaciones para el levantamiento del cerco. Fue en estos puntos secundarios donde Arjón se llevó una mayúscula sorpresa. La Coalición exigía una fuerte suma en compensación por gastos de guerra, una suma desorbitada que bien sabía que no se correspondía con la realidad económica de la ciudad. De no poderse pagar dicha compensación, la ciudad debería de aceptar la hegemonía de los vencedores y aceptar un sistema de protectorado, perdiendo cualquier autonomía y convirtiéndose en un mero satélite. La Coalición no iba a perder la oportunidad de desembarazarse definitivamente de aquel poderoso enemigo.

Ni el mismísimo Arjón, pese a ser poco escrupuloso y menos ético, pudo aceptar tan duras condiciones. Decepcionado por lo que entendía como una traición, se enfrentaba a una triste realidad. Su ciudad seguía sitiada, pero el desmantelamiento de la flota, siguiendo los decretos que él había promulgado, le había privado del abastecimiento de agua y comida, y de eso eran conscientes sus enemigos, que sabían que tan solo era cuestión de tiempo que la ciudad se rindiera incondicionalmente. Pronto, y fruto de la falta de agua y víveres, surgieron las primeras pandemias. Fue entonces, posiblemente porque el hambre otorga agudeza, cuando el pueblo comprendió que había renunciado a la libertad por otorgarle el poder a un necio y un fanático que, además, los odiaba.

Un alzamiento popular despojó del poder a Arjón, que fue apresado junto con sus colaboradores. Los nuevos gobernantes valoraron distintas posibilidades. La Coalición estaba formada por un grupo de ciudades que se habían puesto, ya fuese por voluntad propia u obligada, bajo el mando de la otra gran ciudad que competía con la de Arjón por la hegemonía de la zona. Una situación que abría una puerta a la esperanza. Si bien había una acuciante necesidad de víveres y agua, existía una importante reserva en metales nobles que la población amasó en los tiempos de bonanza. Esta cantidad de riqueza no se podía cambiar por alimentos debido al bloqueo terrestre y al nuevo contexto marítimo, mas se le podía dar otro tipo de uso.

No fue difícil introducir a una serie de hombres preparados en los campamentos enemigos. El objetivo era reunirse con los líderes de las ciudades oprimidas y con los que se considerase de ética blanda, con el fin de sobornarlos. En la proposición se incluía el pago de una cuantiosa suma de monedas para conseguir un tratado de amistad que incluía mutua defensa y privilegios comerciales y la promesa de no ejercer liderazgo alguno sobre los firmantes del tratado por parte de aquel que por razones varias pudiera hacerlo. Una propuesta que no beneficiaba en nada a la ciudad postulante, pero, dadas las circunstancias, no se podía exigir. 

Lejos de lo que se podía imaginar el nuevo Gobierno, fueron siete los hombres que volvieron exitosos de la misión, más de los que se esperaban. Algún otro volvió con la negativa, están los que regresaron sin una idea clara y, por supuesto, los que no volvieron. Como era de esperarse en una misión tan arriesgada, las filtraciones pusieron al tanto al enemigo de la misión, pero desconocían qué ciudades habían aceptado y cuándo sería la insurrección. Los espías introducidos en los diferentes campamentos no habían conseguido sacar ninguna información concreta. Tampoco se había dado más información de la necesaria. A aquellas ciudades que habían mostrado dudas tan solo se les dijo que en el momento que estallara la batalla se pusiesen de un lado u otro.

Los ejércitos de las siete ciudades adscritas al tratado eran suficientes, según los cálculos de los estrategas, para doblegar al enemigo. Había que tomar en cuenta que el ejército de la ciudad, si bien no era tan poderoso como el del rival, no era nada desdeñable en número. Puesto que el tiempo apremiaba, se dispusieron a prepararse para el desenlace.

Llegó el día de romper el cerco. El nerviosismo estaba latente en el ambiente. Había dudas, a pesar de que este tipo de tratados se solía cumplir, de que alguien se hubiese vuelto para atrás o los hubiera traicionado. Ninguna de las nuevas ciudades aliadas conocía exactamente quiénes eran las otras: esto se había hecho así para protegerlas de posibles denuncias. Cada una tenía unos objetivos que cumplir, y con eso era suficiente.
Al alba, cuando todavía no había asomado el sol, pero con suficiente claridad para combatir, las puertas de la ciudad se abrieron y las formaciones de hoplitas caminaron hacia la incertidumbre. Avisados los enemigos por los vigías, tomaron prestos las armas y se dispusieron a repeler el ataque enemigo. Según avanzaba el ejército hostil, los generales de la Coalición se percataron de que muchas formaciones de otras tantas ciudades se quedaban en el sitio. Empezaban a comprender que aquellos eran los que les iban a traicionar y se sorprendieron del gran número de soldados que, no solo perdían ellos, sino que ganaba el enemigo. Mas eran soldados bravos, los más valientes y temidos del mundo, y estaban dispuestos a plantar batalla hasta la aniquilación total. La nueva realidad concedía a la ciudad de Arjón una buena superioridad en número de contingentes. A pesar de ello, la ferocidad y destreza del rival hizo temer en algún momento que podría perderse la batalla, pero no fue así. Al final, y tras una tremenda sangría en la que apenas quedaron prisioneros que hacer, se impuso la lógica matemática. 

La población de la ciudad recobraba la normalidad, después de meses de asedio. La flota se reconstruyó y volvió a surcar el Ponto en busca de riquezas (condicionada, eso sí, por el nuevo tratado que se había firmado).  

Arjón se libró de la muerte porque los ajusticiamientos que había previsto para los antiguos gobernantes a los que había usurpado el poder no se habían llevado a cabo. Fue el propio sistema que tanto odiaba el que le salvaría de un destino peor. Paradojas de la vida, si hubiese sido condenado por un tribunal acorde al régimen que él había instaurado, no hubiese vivido para contarlo. Aun así, recibió un castigo ejemplar. Él y sus secuaces fueron condenados al destierro, y sus tierras y posesiones pasaron a formar parte del Estado, que las subastaría entre los ciudadanos. Esto supuso momentáneamente la casi desaparición de la nobleza, aunque, con el tiempo, aquellos que compraron la tierra heredaron con ella el sentimiento de privilegio.  


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