El hambre arruga el estómago. Produce un
pinchazo agudo que se clava en las entrañas mientras gime con
insistencia reclamando su presa. El hambre no suele hacer distinciones
inútiles. Hombres, mujeres, niños y niñas, animales. Al principio las
molestias son vagos recuerdos de un hábito olvidado. Con el tiempo, esa
melancolía se convierte en un dolor que se clava profundo y ancho.
Sujeta con fiereza los intestinos y los retuerce hasta su último jugo.
Exprime los músculos y sólo deja huesos blancos. Los ojos se pierden
para siempre en sus cuencas y por un agujero negro y oscuro se asoma el
abismo absoluto de la derrota.
El hambre no es anarquía. No
obedece a ninguna regla del caos que trate de armonizar los elementos y
los no - elementos del universo estúpido que nos ha tocado vivir. Tan
estúpido e incoherente que dicen que es infinito. El hambre también lo
es. Se puede prolongar y prolongar durante metros y metros... Llega a
alcanzar kilómetros y rodea toda la geografía. Se expande como una
temible y ciega mancha de aceite que engulle a sus víctimas y las
consume mientras se regodea relamiéndose y apurando los restos
putrefactos. Nada escapa al hambre, ni los muertos.
El hambre se
ordena en filas. Miles de rostros uniformados según diferentes
categorías. Ojos asustados que enseñan sus pequeños brazos tatuados
esperando su turno para ser recibidos por el señor hambre. Seres
famélicos, una horda desarrapada atrapada en el infierno del hambre.
Mientras,
el fracaso pasa lista al número interminable y creciente de los fieles
hambrientos. Todos acuden a la llamada del hambre. Las migajas se
convierten en suficiente reclamo. Sólo exige un pulcro orden que
determina una larga y tediosa fila. En ese espacio irreal y prolongado,
cada uno debe ocupar pacientemente su lugar apropiado. De acuerdo a su
disponibilidad de tiempo, de acuerdo a la conciencia, y según el hambre
apriete, cada uno recibirá su recompensa en forma de alimentos
hipervitaminados y enlatados, imperecederos y proteínicos. Comida
deshidratada y embolsada pulcramente, con la minuciosidad del cirujano,
con la exactitud del relojero, del contable estadístico que desde una
altura ciega decide la cantidad básica de calorías que debe asegurar la
mínima existencia de un ser humano.
La fila se prolonga y se
extiende. Surge de las mismas entrañas del infierno que parece haber
querido vomitar toda aquella escoria invisible. La muchedumbre,
debidamente ordenada bajo unas leyes no escritas, se arremolina contra
la pared. Sus miradas se pierdan y evitan a los testigos incómodos.
Nadie quiere hacer pública su fe al hambre.
Entre sus filas, las
huestes esperan. Rostros ingrávidos que no se corresponden con las
facciones humanas. Mujeres orondas y de falsa opulencia. Familias
enteras de miles de vástagos desarrapados y revoltosos, ajenos al
reparto de pobreza que tiene lugar delante de sus sucias narices.
Borrachos de largas barbas y greñas enmarañadas. Algunos de ellos, en
medio de sus sueños etílicos, se han
erigido como portavoces de
la jauría de hambrientos. Sólo son capaces de emitir gemidos ahogados en
vino y licores baratos de alta graduación. Otros prefieren recrearse en
viejas aspiraciones abandonadas por la resignación y ordenan las filas
de aquella tropa informe y demacrada. En medio, rostros llenos de ira,
con miradas inyectadas en sangre, que claman venganza ante una
injusticia incomprendida. Y en la mayoría de los casos, ojos perdidos y
vacíos, pómulos marcados y labios resecos. Son los derrotados. El hambre
les ha vencido con creces y los ha convertido en sus prisioneros.
En
una esquina, una niña estalla en sollozos y esconde su rostro contra la
pared. La madre, agotada, dirige su vista hacia aquel muro convertido
en testigo mudo de las lágrimas de su hija. Pasa su brazo por los
delgados hombros de la chiquilla morena que se ahoga en su propio
llanto. No tiene respuesta, sólo una bolsa de plástico blanco llena de
miseria.
Valencia, 3 de abril de 2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario