Puede
que todos hayamos mostrado en exceso nuestros temores ante el apocalíptico fin
del mundo. Desde aquellos ya lejanos tiempos en los que se avecinaba un temible
efecto 2000 no hemos dejado de buscar fechas y referencias sobre el final de la
existencia sobre el planeta, el ocaso del mismo planeta en cuestión y, de paso,
de todo el universo conocido hasta el momento. Han transcurrido trece fatídicos
años desde que descubrimos que no ocurrió absolutamente nada respecto al temido
efecto informático: los trenes siguieron en sus raíles y los aviones no cayeron
sobre las casas como aparecidos de la nada. Sin embargo, ya nos apresuramos a releer y,
lo que es peor, a reinterpretar un posible calendario maya que nos indicaba que
la fecha cierta del final se correspondía con el año 2012. Tampoco ha sucedido
nada. Nunca ocurre nada. Sin embargo, nos empeñamos constantemente en buscar
algo que implique un estado constante de ansiedad y miedo.
Son
muchos los que opinan acerca de la existencia de diversas teorías que son
consideradas como conspirativas. Sin embargo, una lectura somera de la historia
de la ciencia occidental nos indica que a lo largo de estos más de doscientos
años de una sociedad sometida a los principios de la razón se ha hecho uso y
abuso de la excomunión y demás castigos de cualquier tipo de disidencias. Es
decir, cualquier teoría que se apartase de la recta senda exigida por la razón
era considerada como herética y como tal, estigmatizada y vilipendiada. Así,
muchas teorías conspirativas fueron tachadas como meras especulaciones de
mentes insanas que proclamaban verdades inciertas por no ajustarse a las reglas
y dogmas exigidos por el positivismo occidental.
Dentro
de toda esa amplia y variada gama de teorías conspirativas, muchas de ellas
inciden en la importancia del miedo como arma arrojadiza de los poderes
públicos. El caso más evidente sería el de las autoridades de los Estados
Unidos, tan sumamente obsesionadas por la seguridad interna y externa, siempre
vigilantes ante la más mínima amenaza terrorista. El recurso a la violencia
terrorista que se cierne sobre la población norteamericana ha sido considerado
en muchas ocasiones como una estrategia de los poderes, los visibles y los
ocultos, para mantener un alto grado de control social sobre la población
civil. Parece demostrado que cuando aumenta el nivel de peligro ante una
amenaza terrorista se produce un aumento directamente proporcional en el
recorte de los derechos sociales, económicos o políticos de los ciudadanos
afectados por ese terror.
El
miedo, el temor, puede convertirse en uno de los más efectivos recursos de
control ideológico de una sociedad. Durante cientos de años, se ha procurado la
existencia de todo tipo de amenazas, algunas más reales que otras, con el mero
objetivo de mantener a la población afectada dentro de unos límites permisibles
de cohesión. Uno de los ejemplos más paradigmáticos es el representado por
cualquier institución religiosa, más o menos dogmática, que siempre tiene en
mente el mal por excelencia, los sufrimientos futuros y eternos que acechan a
todo aquel que ose apartarse de la práctica dogmática de la fe correspondiente.
Más cerca en el tiempo, podemos encontrar otro caso en el uso recurrente que
los nacionalistas hacen del otro como enemigo secular para despertar las ansias
homicidas del pueblo agrupado bajo una determinada bandera. El siglo XIX y XX
europeo vivió multitud de estos casos en los que el vecino, de la noche a la
mañana, dejo de serlo y se convirtió en un enemigo secular al que había que
matar entre los más terribles sufrimientos.
Hoy
en día estas prácticas han alcanzado un loable grado de sutileza. Ya no es
necesario recurrir a fantasmas etéreos y ajenos a nuestra existencia terrenal,
o a antiguos conciudadanos y compatriotas convertidos por obra y gracia de los
ideales, las banderas y los escudos en el eterno otro que hay que masacrar.
Actualmente, los poderes sólo tienen que recurrir al caos habitual en que se ha
convertido nuestro antiguo estado del bienestar. La amenaza ya no es algo
externo. Es nuestra propia existencia entregada a los temores de la
desesperación de una crisis que no es tal, que no es más que otro mecanismo de
control ideológico y social articulado por los detentadores del poder.
Luis
Pérez Armiño
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