domingo, 2 de junio de 2013

PoMophobia



La lectura atenta de cualquier manual relativo a la ciencia y su desarrollo histórico en el final del siglo XX arroja un dato de especial relevancia. Son muchas las disciplinas que en aquellos tumultuosos años proclamaron una y otra vez, con excesiva insistencia, la muerte de su particular materia de estudio. Así, los historiadores asumieron con responsabilidad ya no el propio fin de la historia, idea relacionada de forma estrecha con un proyecto ideológico de profundo calado neoconservador, sino la propia defunción de la historia como disciplina y como objeto de pensamiento. De la misma manera, todos los investigadores de lo cultural como fenómeno objetivable y conmensurable proclamaron a bombo y platillo la destrucción del paradigma básico que, por ejemplo, sustentó las ideas y venidas de la “ciencia antropológica”. Por último, por poner freno a una larga lista de implicados y/o afectados por esta temprana muerte, hasta los propios historiadores del arte se atrevieron a elevar sus rezos por el reciente fallecido, el arte.

 ¿Qué ocurrió para que, de la noche a la mañana, nos despertásemos con el armario lleno de cadáveres?

Es evidente que para determinadas mentes preclaras e intelectuales el proyecto moderno fracasó. Fue derrotado de forma estrepitosa en los campos de batalla y en las trincheras de medio mundo. Las naciones occidentales han sido las únicas capaces a lo largo de la historia evolutiva humana de generar los mecanismos propicios y potenciales para sumir a la civilización y a la propia especie en el caos y en su autodestrucción. Los acontecimientos que determinaron la primera mitad del siglo XX no fueron más que la cristalización de todo el devenir social, político, económico e ideológico que surgió de ese famoso proyecto moderno que había decidido tomar como bandera la razón. Eso sí, de una forma excluyente y dogmática, sustituyendo viejos y oscuros dioses por nuevas divinidades igual de inaccesibles e inflexibles respecto a sus principios máximos.

El desencanto de la razón pudo ser la causa, dentro de una causalidad múltiple, que decantase a una parte de la intelectualidad a la asunción de unos modelos radicales cuyo principio máximo y simplificado alababa la muerte de la misma razón. En un proceso continuado, que alcanzó su cénit en los fatídicos años ochenta, pensadores, filósofos y científicos decidieron que dos más dos nunca era cuatro y que la física natural, antes tan recta y digna, era asunto circense sujeto al azar más fortuito.

En el pantanoso campo de las ciencias sociales la onda expansiva de la revolución epistemológica del posmodernismo llegó con especial virulencia. Los mismos cimientos que habían sustentado el carácter positivista de estas disciplinas fueron atacados por debajo de su línea de flotación. Fue entonces, en un sálvese quién pueda, cuando muchos de estos científicos sociales y culturales, de reciente hornada, se arrojaron por la borda abandonando un cuerpo más que moribundo. En estos momentos, las calles académicas e intelectuales fueron tomadas por jóvenes airados que no dudaban en proclamar la muerte de la historia, de la cultura o del mismo arte. Todos los sesudos fundamentos que sostenían la frágil cientificidad de estas disciplinas tan poco científicas cayeron como un castillo de naipes, dejando a la vista su desnuda estructura vacía de contenidos.

No es la ocasión de entrar a considerar la conveniencia o no del uso del término ciencia adjetivado con el calificativo de social o humana. Lo único que podemos considerar es la debilidad metodológica como causa última del exceso de celo a la hora de teorizar sobre la esencia misma de campos del saber como la historia o la antropología. Son disciplinas cuyo fundamento metodológico es susceptible de ser sometido a una revisión crítica y, por lo tanto, necesita de un buen andamiaje teórico que sustente la presumible cientificidad de sus conclusiones y resultados. Eso sin entrar en la discusión bizantina en torno a la necesidad o no de acompañar todo relato histórico o cultural de una necesaria justificación objetiva.

Puede que esta sea también razón de la inmersión plena de muchos pensadores sociales y culturales en la posmodernidad sin haber comprobado con antelación la profundidad de la piscina. Evidentemente, el resultado ha sido más que variopinto. Sin embargo, el historiador o el antropólogo, por ejemplo, quizás haya perdido la ocasión de reelaborar su propio campo de trabajo asumiendo y aceptando sin excesivo dolor lo volátil de su disciplina. Podría haberse dado el momento propicio para asumir el más que necesario papel de relatores de historias que pueden apoyarse en la suficiente base documental como para obtener cierta apariencia de verdad cultural o histórica. No se trata de una falsa pretensión relativizadora, sino de la asunción del rol justo y demandado en la sociedad por parte del investigador y el constructor cultural.

Luis Pérez Armiño


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