La
lectura atenta de cualquier manual relativo a la ciencia y su desarrollo
histórico en el final del siglo XX arroja un dato de especial relevancia. Son
muchas las disciplinas que en aquellos tumultuosos años proclamaron una y otra
vez, con excesiva insistencia, la muerte de su particular materia de estudio.
Así, los historiadores asumieron con responsabilidad ya no el propio fin de la
historia, idea relacionada de forma estrecha con un proyecto ideológico de
profundo calado neoconservador, sino la propia defunción de la historia como
disciplina y como objeto de pensamiento. De la misma manera, todos los
investigadores de lo cultural como fenómeno objetivable y conmensurable
proclamaron a bombo y platillo la destrucción del paradigma básico que, por
ejemplo, sustentó las ideas y venidas de la “ciencia antropológica”. Por
último, por poner freno a una larga lista de implicados y/o afectados por esta
temprana muerte, hasta los propios historiadores del arte se atrevieron a
elevar sus rezos por el reciente fallecido, el arte.
¿Qué ocurrió para que, de la noche a la
mañana, nos despertásemos con el armario lleno de cadáveres?
Es
evidente que para determinadas mentes preclaras e intelectuales el proyecto
moderno fracasó. Fue derrotado de forma estrepitosa en los campos de batalla y
en las trincheras de medio mundo. Las naciones occidentales han sido las únicas
capaces a lo largo de la historia evolutiva humana de generar los mecanismos
propicios y potenciales para sumir a la civilización y a la propia especie en
el caos y en su autodestrucción. Los acontecimientos que determinaron la
primera mitad del siglo XX no fueron más que la cristalización de todo el
devenir social, político, económico e ideológico que surgió de ese famoso
proyecto moderno que había decidido tomar como bandera la razón. Eso sí, de una
forma excluyente y dogmática, sustituyendo viejos y oscuros dioses por nuevas
divinidades igual de inaccesibles e inflexibles respecto a sus principios
máximos.
El
desencanto de la razón pudo ser la causa, dentro de una causalidad múltiple,
que decantase a una parte de la intelectualidad a la asunción de unos modelos
radicales cuyo principio máximo y simplificado alababa la muerte de la misma
razón. En un proceso continuado, que alcanzó su cénit en los fatídicos años
ochenta, pensadores, filósofos y científicos decidieron que dos más dos nunca
era cuatro y que la física natural, antes tan recta y digna, era asunto
circense sujeto al azar más fortuito.
En
el pantanoso campo de las ciencias sociales la onda expansiva de la revolución
epistemológica del posmodernismo llegó con especial virulencia. Los mismos
cimientos que habían sustentado el carácter positivista de estas disciplinas
fueron atacados por debajo de su línea de flotación. Fue entonces, en un
sálvese quién pueda, cuando muchos de estos científicos sociales y culturales,
de reciente hornada, se arrojaron por la borda abandonando un cuerpo más que
moribundo. En estos momentos, las calles académicas e intelectuales fueron
tomadas por jóvenes airados que no dudaban en proclamar la muerte de la
historia, de la cultura o del mismo arte. Todos los sesudos fundamentos que
sostenían la frágil cientificidad de estas disciplinas tan poco científicas
cayeron como un castillo de naipes, dejando a la vista su desnuda estructura
vacía de contenidos.
No
es la ocasión de entrar a considerar la conveniencia o no del uso del término ciencia adjetivado con el calificativo
de social o humana. Lo único que podemos considerar es la debilidad
metodológica como causa última del exceso de celo a la hora de teorizar sobre
la esencia misma de campos del saber como la historia o la antropología. Son
disciplinas cuyo fundamento metodológico es susceptible de ser sometido a una
revisión crítica y, por lo tanto, necesita de un buen andamiaje teórico que
sustente la presumible cientificidad de sus conclusiones y resultados. Eso sin
entrar en la discusión bizantina en torno a la necesidad o no de acompañar todo
relato histórico o cultural de una necesaria justificación objetiva.
Puede
que esta sea también razón de la inmersión plena de muchos pensadores sociales
y culturales en la posmodernidad sin haber comprobado con antelación la
profundidad de la
piscina. Evidentemente, el resultado ha sido más que
variopinto. Sin embargo, el historiador o el antropólogo, por ejemplo, quizás
haya perdido la ocasión de reelaborar su propio campo de trabajo asumiendo y
aceptando sin excesivo dolor lo volátil de su disciplina. Podría haberse dado
el momento propicio para asumir el más que necesario papel de relatores de
historias que pueden apoyarse en la suficiente base documental como para
obtener cierta apariencia de verdad cultural o histórica. No se trata de una
falsa pretensión relativizadora, sino de la asunción del rol justo y demandado en
la sociedad por parte del investigador y el constructor cultural.
Luis
Pérez Armiño
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