Cuidaos de los seres que están en las
sombras; de aquellos que no veis, pues os observan. No obviéis a los entes que
pueden producir congoja en el alma y lo harán si así lo desean. No se puede
huir de lo inevitable, ni ignorarlo, pues cuando haya de llegar el momento
vendrá con más fuerza, golpeando con la ruda arma de la realidad.
Los dueños de la oscuridad, Erebos, señor
de las tinieblas, y Nyx, diosa de la noche, fueron incitados por Eros, yaciendo
juntos y estableciendo progenie. Concedieron la luminaria a través de Éter y
dieron al hombre el día cuando parieron a Hemera. Sin elemento alguno
masculino, Nyx engendró a Hipnos, el dios del sueño, que le recuerda al hombre
cada noche que un día llegará su hermano Tánatos, el dios de la muerte. Tánatos
era sutil y procedía en su cometido, al igual que su hermano Hipnos,
suavemente. No siembre habría de ser así, pues Nyx había concebido a las Keres,
amantes de la sangre y señoras de la muerte violenta. Insaciables, daban los
más horribles e inimaginables finales a aquellos mortales maldecidos por el
destino.
Prolíficamente fecunda, Nyx engendra a
Moros en cuya mano deja el destino y la condenación; a Eris, que sembrará la
discordia, y a Geras, la vejez, que con su acción recordaba al hombre que se
acercaba el final. También alumbró a Némesis y la concedió con la vida el don
de la justicia retributiva; la venganza, como gustaba a muchos darle nombre.
Rápida de acción, castigaba sin piedad a perjuros, infieles, ingratos,
orgullosos e inhumanos y a los malvados que escapaban de las garras de Temis.
Pero de todos los seres de la oscuridad
eran las Moiras, a ciencia cierta, las más temidas de las hijas de Nyx entre
los mortales, pues ellas controlaban el destino. Si bien Moros, su hermano,
tenía la potestad, las Moiras eran quienes ejercían el poder. Cloto hilaba el
hilo de la vida; Laquesis tejía el destino y Átropos, la más siniestra de todas,
elegía el último destino, el que marcaba el fenecer, cortando el hilo de la
vida con sus siniestras tijeras. Tal poder tenían que respetadas eran por
hombres y deidades.
No estaba la obra de Nyx concluida y
faltaba quién alejara la muerte de la vida. Aquel que hubiese de conducir al
hombre a su destino final; el último viaje, el más difícil pero necesario.
Viejo descarnado y enfurecido, brotó de las entrañas de la noche y se alzó con
el remo y el pontón, convertidos en objeto de la miseria humana, para dar paz a
los muertos en los reinos de Hades. No era ser piadoso Caronte y a todo aquel,
ya sea por no recibir sepultura o por razón dispar que fuese, que intentará
embarcar sin moneda, no recibía más que golpe de remo hasta ser apeado, para
consumar su desdicha con cien años de destierro en la orilla extraviada. Pasada
la centuria accedía el viejo macabro a dar paz a la desdichada alma con el
viaje demorado por la falta de plata.
Los vástagos de Nyx parecían surgir
para atormentar cruentamente al hombre. No veía el necio humano, adorador de la
obcecación, que tales fuerzas eran necesarias para establecer un orden, un
equilibrio que permitiera dar paso a nuevas generaciones. Los más longevos debían
de irse para dejar paso a los que han de llegar. Este es el ciclo vital de Gea,
el ciclo de la vida que alcanza la gloria con la muerte.
Son los olímpicos los que rigen en la
faz de la tierra, pero rara es la ocasión en la osan perturbar a las fuerzas de
la oscuridad. La noche tiene su misión y ha de ser respetada. Aceptaron el
liderazgo de Hades, si bien el prójimo de Zeus debía gobernar el inframundo,
jamás incumbiera a su naturaleza transmutar ley alguna. Ni el mismísimo padre,
señor del rayo, prócer entre los dioses, podría variar lo establecido. Con tal
dispensa Nyx y su progenie ejercían absoluta potestad en aquellos que fuesen sus
cometidos y nada habría de variar tal disposición por magno carácter que
tuviese el nuevo privilegio.
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