Primer
aviso de seria consideración. Esta es una historia completamente ficticia que
ha tomado como referencia algunos hechos reales y apenas algún nombre de algún
personaje históricamente documentado. Sin embargo, su desarrollo y acontecer es
asunto completamente ficticio aunque tenga una moraleja absolutamente real como
la vida misma. Comencemos.
Corría
el año del Señor de 1415. En la biblioteca del monasterio de Saint – Gall, un monje,
más conocido por sus habilidades caligráficas que por sus ímpetus devotos,
escudriñaba antiguos legajos, polvorientos pergaminos y frágiles
encuadernaciones atacadas por el paso inexorable del tiempo. Trataba de unir
diversos fragmentos de unos latinajos que le habían llamado la atención. Después
de largas horas de dedicación, sus ojos cansados apenas podían acostumbrarse a
la débil luz de la ínfima llama de candil que bailaba al son de corrientes y frías
ventiscas que llegaban desde las montañas y recorrían con un escalofrío en
enjuto cuerpo del hombre de fe. Por fin, cuando su mente luchaba por mantener
el intelecto vivo frente al desmayo del desaliento, en uno de aquellos sucios
escritos creyó distinguir un nombre. Lo miró y remiró una y otra vez. El
nombre, destacando su tamaño sobre el resto de las líneas, no dejaba lugar a
dudas: Vitruvio tal y tal, sucesión
de palabras en un latín incomprensible en los siguientes párrafos y una palabra
que decía algo así como Archi…, Archit…; sí, por fin se leía con
claridad: Architectura.
Aquel
sacrificado hombre había dado con los restos, más o menos completos, del que
sería uno de los tratados fundamentales en toda la literatura artística. Era el
De Architectura de Vitrubio,
arquitecto que compuso este tratado en torno al 28 a.C. Sin embargo, lo
llegado a nosotros sufrió el paso del tiempo y, sobre todo, el paso por
diversas manos que decidieron hacer suya semejante obra y transformarla de
acuerdo a sus intereses. Existía en Italia en ese floreciente siglo XV un vivo afán
por crear una fructífera industria cultural en torno al genio de unos cuantos
creadores que empezaron a triunfar como hombres de corte en los estados
principescos italianos. Pero todavía existía un problema fundamental en el
quehacer artístico que nublaba el entendimiento de estos prohombres: su
actividad era servil y considerada mecánica. Su labor apenas podía distanciarse
de lo que hacían otros artesanos y demás menestrales… y, sobre todo, pagaban
impuestos y rentas como el resto de los mortales pese a ofrecer lo mejor de su
entendimiento e intelecto ingenioso a los hombres del poder tanto terrenal como
espiritual.
Desde
aquella fría biblioteca del monasterio suizo se inició una de las campañas de
marketing y manipulación cultural más importante de toda la historia conocida.
Humanistas italianos, filólogos y, sobre todo, artistas, encontraron en
aquellos restos ilegibles del arquitecto romano la oportunidad de crear todo un
corpus dogmático que santificase la labor creativa equiparándola, si era
necesario, a la propia acción creadora divina. La cita de autoridad de un
artista clásico, de origen en la mismísima Roma imperial, sería suficiente para
convencer al orbe entero de las magnificencias del trabajo artístico. De hecho,
el latín empleado por Vitruvio era burdo y en exceso técnico, apenas
comprensible para todos aquellos estudiosos que decidieron afrontar su estudio
crítico. Fue entonces cuando los artistas decidieron obviar los principios que
debían dirigir cualquier trabajo crítico y ultrajaron los escritos vitruvianos,
añadiendo e inventando lo conveniente y provechoso para sus propios intereses y
eliminando aquellas partes que eran superfluas e innecesarias.
El
cardenal Riario patrocinó, en tiempos de Inocencio VIII, la primera edición de
aquel batiburrillo refundido con añadidos y numerosos parches que se conoció
como el más grande tratado sobre la arquitectura de época clásica, nueva Biblia
incuestionable que debía regir los principios arquitectónicos, incluso
artísticos, de todos aquellos que se preciasen de vivir de su genio y de su
capacidad creativa. No importaba haber creado un texto artificioso y fantasioso
que describía una Roma más ideal que real, plagada de arquitecturas imposibles
e increíbles cuya mera proyección sobre el plano era imposible. Sin embargo,
entre líneas era posible leer la alabanza de las glorias y loores de la
profesión artística, actividad ante todo y primeramente intelectual. Una labor
de fuerte carga teórica que exige al practicante toda suerte de conocimientos y
sabidurías.
En
la mentalidad de la época, desempeñar actividad intelectual, siempre
considerada noble, significaba evadir la obligación de contribuir con dinero a
las arcas públicas. Por eso, detrás de todas aquellas elucubraciones, del
ensalzamiento místico del genio creativo del artista, existía un interés más
mundano y en exceso humano. Si el libro reinventado y re – redactado del
arquitecto romano surtía los efectos deseados, los artistas de aquella
magnífica y pensativa Italia del siglo XV habrían conseguido el sueño de todo
mortal sometido a los caprichos de los gobiernos, justos o injustos: evitar
pagar por sus impuestos. Ni los artistas, rodeados por sus bohemias y
encendidas pasiones, eran capaces de sustraerse de esa pasión tan humana que rige
nuestros desvelos desde que el estado es estado: defraudar a la hacienda
pública.
Luis
Pérez Armiño
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