sábado, 25 de mayo de 2013

Historia ficticia sobre las corruptelas que surgen en torno al vil metal


Primer aviso de seria consideración. Esta es una historia completamente ficticia que ha tomado como referencia algunos hechos reales y apenas algún nombre de algún personaje históricamente documentado. Sin embargo, su desarrollo y acontecer es asunto completamente ficticio aunque tenga una moraleja absolutamente real como la vida misma. Comencemos.

Corría el año del Señor de 1415. En la biblioteca del monasterio de Saint – Gall, un monje, más conocido por sus habilidades caligráficas que por sus ímpetus devotos, escudriñaba antiguos legajos, polvorientos pergaminos y frágiles encuadernaciones atacadas por el paso inexorable del tiempo. Trataba de unir diversos fragmentos de unos latinajos que le habían llamado la atención. Después de largas horas de dedicación, sus ojos cansados apenas podían acostumbrarse a la débil luz de la ínfima llama de candil que bailaba al son de corrientes y frías ventiscas que llegaban desde las montañas y recorrían con un escalofrío en enjuto cuerpo del hombre de fe. Por fin, cuando su mente luchaba por mantener el intelecto vivo frente al desmayo del desaliento, en uno de aquellos sucios escritos creyó distinguir un nombre. Lo miró y remiró una y otra vez. El nombre, destacando su tamaño sobre el resto de las líneas, no dejaba lugar a dudas: Vitruvio tal y tal, sucesión de palabras en un latín incomprensible en los siguientes párrafos y una palabra que decía algo así como Archi…, Archit…; sí, por fin se leía con claridad: Architectura.

Aquel sacrificado hombre había dado con los restos, más o menos completos, del que sería uno de los tratados fundamentales en toda la literatura artística. Era el De Architectura de Vitrubio, arquitecto que compuso este tratado en torno al 28 a.C. Sin embargo, lo llegado a nosotros sufrió el paso del tiempo y, sobre todo, el paso por diversas manos que decidieron hacer suya semejante obra y transformarla de acuerdo a sus intereses. Existía en Italia en ese floreciente siglo XV un vivo afán por crear una fructífera industria cultural en torno al genio de unos cuantos creadores que empezaron a triunfar como hombres de corte en los estados principescos italianos. Pero todavía existía un problema fundamental en el quehacer artístico que nublaba el entendimiento de estos prohombres: su actividad era servil y considerada mecánica. Su labor apenas podía distanciarse de lo que hacían otros artesanos y demás menestrales… y, sobre todo, pagaban impuestos y rentas como el resto de los mortales pese a ofrecer lo mejor de su entendimiento e intelecto ingenioso a los hombres del poder tanto terrenal como espiritual.

Desde aquella fría biblioteca del monasterio suizo se inició una de las campañas de marketing y manipulación cultural más importante de toda la historia conocida. Humanistas italianos, filólogos y, sobre todo, artistas, encontraron en aquellos restos ilegibles del arquitecto romano la oportunidad de crear todo un corpus dogmático que santificase la labor creativa equiparándola, si era necesario, a la propia acción creadora divina. La cita de autoridad de un artista clásico, de origen en la mismísima Roma imperial, sería suficiente para convencer al orbe entero de las magnificencias del trabajo artístico. De hecho, el latín empleado por Vitruvio era burdo y en exceso técnico, apenas comprensible para todos aquellos estudiosos que decidieron afrontar su estudio crítico. Fue entonces cuando los artistas decidieron obviar los principios que debían dirigir cualquier trabajo crítico y ultrajaron los escritos vitruvianos, añadiendo e inventando lo conveniente y provechoso para sus propios intereses y eliminando aquellas partes que eran superfluas e innecesarias.     

El cardenal Riario patrocinó, en tiempos de Inocencio VIII, la primera edición de aquel batiburrillo refundido con añadidos y numerosos parches que se conoció como el más grande tratado sobre la arquitectura de época clásica, nueva Biblia incuestionable que debía regir los principios arquitectónicos, incluso artísticos, de todos aquellos que se preciasen de vivir de su genio y de su capacidad creativa. No importaba haber creado un texto artificioso y fantasioso que describía una Roma más ideal que real, plagada de arquitecturas imposibles e increíbles cuya mera proyección sobre el plano era imposible. Sin embargo, entre líneas era posible leer la alabanza de las glorias y loores de la profesión artística, actividad ante todo y primeramente intelectual. Una labor de fuerte carga teórica que exige al practicante toda suerte de conocimientos y sabidurías.

En la mentalidad de la época, desempeñar actividad intelectual, siempre considerada noble, significaba evadir la obligación de contribuir con dinero a las arcas públicas. Por eso, detrás de todas aquellas elucubraciones, del ensalzamiento místico del genio creativo del artista, existía un interés más mundano y en exceso humano. Si el libro reinventado y re – redactado del arquitecto romano surtía los efectos deseados, los artistas de aquella magnífica y pensativa Italia del siglo XV habrían conseguido el sueño de todo mortal sometido a los caprichos de los gobiernos, justos o injustos: evitar pagar por sus impuestos. Ni los artistas, rodeados por sus bohemias y encendidas pasiones, eran capaces de sustraerse de esa pasión tan humana que rige nuestros desvelos desde que el estado es estado: defraudar a la hacienda pública.

Luis Pérez Armiño

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