Puede que hoy ya nadie quiera vivir tiempos míticos en los que creer en lo imposible era una simple ilusión que aletargaba los sentidos. Quizás los héroes ya no sean tan necesarios y su tiempo quede reservado para viejas y amarillentas crónicas sólo aptas para mentes entendidas, preclaras y, sobre todo, ociosas. Los viejos ideales se han emborronado y el paso de los años ha desleído sus principios y dogmas.
Después
de años y años de humillante y aceptado sometimiento, una ligera brisa se ha
despertado. Y desde el mar el aire fresco despereza cuerpos anquilosados y
demasiado tiempo adormilados, entumecidos por excesivos placeres que se sabían
pasajeros y efímeros. Los vestigios del paraíso se asemejan a los terribles
restos de un campo de batalla, plagado de heridos sanguinolentos, jirones de
carne putrefacta y cuerpos mutilados que agonizan entre angustiosos alaridos
que suplican un último auxilio. Y a través de los hilos del humo de las brasas
aún candentes de tantas guerras siempre perdidas, los buitres carroñeros se
baten en retirada atemorizados por un ligero cántico que se oye en la lejanía.
Poco
a poco, sin embargo, el rumor incrementa su agresividad y se convierte en
algarabía y ensordecedor estruendo. Los gritos cada vez más roncos acompañan a
los tambores y las chirimías en una marcha sin destino conocido pero que partió
hace demasiado tiempo. Al cielo ondean los pendones y los banderines de
colores, y las vistas se levantan con la esperanza de encontrar el roce amable
y cálido del sol.
Sin
embargo, entre las sombras se asoman las aves de mal agüero. El gesto impasible
ante el dolor ajeno, a la espera de la orden asesina, atentos al olor de la
sangre fresca, sedientos de ira insana. Plantan sus hormonados y acorazados
cuerpos ante la boca de la cueva, protegiendo a sus señores, los mismos que
decidieron que el infierno se haría en la tierra hasta el fin de los días para saciar
sus ansias de poder y devorar los restos corruptos de las víctimas sacrificadas
en su nombre.
Luis Pérez Armiño
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