sábado, 4 de mayo de 2013

En torno a la autoridad y la legitimidad



La autoridad es un concepto que encierra una definición relativamente simple. En una de sus muchas acepciones, se entiende este término como el ejercicio del poder o de un determinado mando ya sea de hecho o de derecho. Es esta segunda cuestión la que me parece relevante, ya que se puede justificar la autoridad ya sea de hecho o de derecho, mediante un proceso legitimado o mediante la simple imposición de un determinado mando o poder que ejerce su dominio sobre un conjunto determinado de individuos. Otro asunto de hondo calado estriba en determinar los orígenes de estas formas de autoridades. Cronológicamente, la ciencia histórica o la arqueología sí pueden ofrecer unos datos aproximados que nos ayuden a situar en la secuencia evolutiva el nacimiento de determinadas formas de poder. Sin embargo, más difícil es la respuesta adecuada a la razón última que posibilitó que un determinado individuo o un grupo de ellos decidiesen que disponían de las capacidades y los medios para regir los destinos de sus congéneres.

¿Cuándo dejamos de ser horda? Seguramente nunca. Sin embargo, determinadas formas de autoridad fueron legitimándose a la vez que se iniciaba un proceso de institucionalización de las diferentes maneras de ejercicio del poder. Si bien la horda podría caracterizar a los grupos de cazadores – recolectores, pretéritos o actuales, la jefatura encuentra una forma de expresión muy acertada y ejemplificadora en las islas polinesias. Allí es donde se erigen determinadas formas de gobierno en torno a una determinada figura que por diversas razones encuentra justificado y razonable gobernar los destinos de su pueblo. Algo similar sucedía en muchos grupos culturales americanos antes de la llegada de los españoles. El siguiente paso en este proceso evolutivo de la opresión lo constituye el estado del que gozamos en la actualidad en sus más variadas formas. Desde esos primeros estados unipersonales o colegiados a las actuales democracias parlamentarias.

Aspecto más conocido, pero no por ello menos interesante, es el relativo a la alternancia en el poder. Existen diferentes articulaciones que sostienen una cadena de mando que se extiende a lo largo del tiempo. En unos casos, por ejemplo, se puede establecer una línea sucesoria mediante el recurso al parentesco que legitima los derechos de sucesión en el ejercicio del poder. Es el caso de las monarquías o las democracias occidentales. En otros momentos de la historia, en otras culturas y civilizaciones, en otros ámbitos geográficos, la alternancia en los órganos de gobiernos implica el recurso a la violencia que, a su vez, puede estar legitimado o no. Nuestra historia, la española, está jalonada de incontables ejemplos de intentonas de alteración y toma de control de las instituciones políticas por parte de militares de más diversas tendencias. Pero también han existido procesos en los que el pueblo, verdadero receptor de cualquier soberanía legítima, ha pretendido asumir el control de su propio gobierno y destino. Estos son los menos y casi siempre sometidos a innumerables fuerzas de presión, internas y externas, encaminadas a frustrar cualquier intento de esta naturaleza.

En nuestro actual sistema de toma de decisiones, el poder encuentra su absurda legitimación en un proceso de carácter residual y anecdótico como son las elecciones. Mediante el recurso cíclico y extremadamente puntual a las urnas las actuales élites políticas –movidas por partidismos, asuntos de parentesco y meros intereses crematísticos más que por los intereses de lo público que debían primar­ – justifican sus prebendas y la capacidad de tomar decisiones que no siempre benefician al común del electorado pero sí a sus respectivos intereses. Es mediante el proceso electoral, triste y escueto, que la democracia encuentra su legitimación ante el pueblo “constituyente”.

Sin embargo, ¿qué medidas pueden adoptarse cuando esa legitimación desaparece? ¿Cómo un ciudadano puede optar por la reprobación de una autoridad cuando es esta última, precisamente, la que establece los cauces que han de regir esa reprobación? Estas cuestiones son todavía más acuciantes cuando la situación de indefensión que produce el actual sistema parlamentario conduce de forma inevitable a la perpetuación de los privilegios en determinadas castas políticas y financieras que transforman la democracia en una cleptocracia en la que, además, se concentra en esas mismas instancias los mecanismos que articulan la violencia represiva. El poder comprendió la necesidad de monopolizar en sus manos esa violencia hasta el punto de institucionalizarla en manos de todo un aparato represivo directamente proporcional a la complejidad social. La respuesta por parte de los ciudadanos a esa “violencia institucional” tiende a disimularse en un entorno de resignada desesperación. Sin embargo, bien es cierto que la actual situación podría justificar la apropiación por parte del pueblo de esos recursos represivos para dirigirlos contra las actuales castas políticas y financieras y forzar así la reversión de un sistema intolerable y desquiciado que propugna el bienestar de una minoría sobre la base del sufrimiento colectivo.

Luis Pérez Armiño


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