La
autoridad es un concepto que encierra una definición relativamente simple. En
una de sus muchas acepciones, se entiende este término como el ejercicio del
poder o de un determinado mando ya sea de hecho o de derecho. Es esta segunda
cuestión la que me parece relevante, ya que se puede justificar la autoridad ya
sea de hecho o de derecho, mediante un proceso legitimado o mediante la simple
imposición de un determinado mando o poder que ejerce su dominio sobre un conjunto
determinado de individuos. Otro asunto de hondo calado estriba en determinar
los orígenes de estas formas de autoridades. Cronológicamente, la ciencia
histórica o la arqueología sí pueden ofrecer unos datos aproximados que nos
ayuden a situar en la secuencia evolutiva el nacimiento de determinadas formas
de poder. Sin embargo, más difícil es la respuesta adecuada a la razón última
que posibilitó que un determinado individuo o un grupo de ellos decidiesen que
disponían de las capacidades y los medios para regir los destinos de sus
congéneres.
¿Cuándo
dejamos de ser horda? Seguramente nunca. Sin embargo, determinadas formas de
autoridad fueron legitimándose a la vez que se iniciaba un proceso de
institucionalización de las diferentes maneras de ejercicio del poder. Si bien
la horda podría caracterizar a los grupos de cazadores – recolectores,
pretéritos o actuales, la jefatura encuentra una forma de expresión muy
acertada y ejemplificadora en las islas polinesias. Allí es donde se erigen
determinadas formas de gobierno en torno a una determinada figura que por
diversas razones encuentra justificado y razonable gobernar los destinos de su
pueblo. Algo similar sucedía en muchos grupos culturales americanos antes de la
llegada de los españoles. El siguiente paso en este proceso evolutivo de la
opresión lo constituye el estado del que gozamos en la actualidad en sus más
variadas formas. Desde esos primeros estados unipersonales o colegiados a las
actuales democracias parlamentarias.
Aspecto
más conocido, pero no por ello menos interesante, es el relativo a la
alternancia en el poder. Existen diferentes articulaciones que sostienen una
cadena de mando que se extiende a lo largo del tiempo. En unos casos, por
ejemplo, se puede establecer una línea sucesoria mediante el recurso al
parentesco que legitima los derechos de sucesión en el ejercicio del poder. Es
el caso de las monarquías o las democracias occidentales. En otros momentos de
la historia, en otras culturas y civilizaciones, en otros ámbitos geográficos, la
alternancia en los órganos de gobiernos implica el recurso a la violencia que,
a su vez, puede estar legitimado o no. Nuestra historia, la española, está
jalonada de incontables ejemplos de intentonas de alteración y toma de control
de las instituciones políticas por parte de militares de más diversas
tendencias. Pero también han existido procesos en los que el pueblo, verdadero
receptor de cualquier soberanía legítima, ha pretendido asumir el control de su
propio gobierno y destino. Estos son los menos y casi siempre sometidos a
innumerables fuerzas de presión, internas y externas, encaminadas a frustrar
cualquier intento de esta naturaleza.
En
nuestro actual sistema de toma de decisiones, el poder encuentra su absurda
legitimación en un proceso de carácter residual y anecdótico como son las
elecciones. Mediante el recurso cíclico y extremadamente puntual a las urnas
las actuales élites políticas –movidas por partidismos, asuntos de parentesco y
meros intereses crematísticos más que por los intereses de lo público que
debían primar – justifican sus prebendas y la capacidad de tomar decisiones
que no siempre benefician al común del electorado pero sí a sus respectivos
intereses. Es mediante el proceso electoral, triste y escueto, que la
democracia encuentra su legitimación ante el pueblo “constituyente”.
Sin
embargo, ¿qué medidas pueden adoptarse cuando esa legitimación desaparece? ¿Cómo
un ciudadano puede optar por la reprobación de una autoridad cuando es esta
última, precisamente, la que establece los cauces que han de regir esa
reprobación? Estas cuestiones son todavía más acuciantes cuando la situación de
indefensión que produce el actual sistema parlamentario conduce de forma
inevitable a la perpetuación de los privilegios en determinadas castas políticas
y financieras que transforman la democracia en una cleptocracia en la que, además, se concentra en esas mismas
instancias los mecanismos que articulan la violencia represiva. El poder
comprendió la necesidad de monopolizar en sus manos esa violencia hasta el
punto de institucionalizarla en manos de todo un aparato represivo directamente
proporcional a la complejidad social. La respuesta por parte de los ciudadanos
a esa “violencia institucional” tiende a disimularse en un entorno de resignada
desesperación. Sin embargo, bien es cierto que la actual situación podría
justificar la apropiación por parte del pueblo de esos recursos represivos para
dirigirlos contra las actuales castas políticas y financieras y forzar así la
reversión de un sistema intolerable y desquiciado que propugna el bienestar de
una minoría sobre la base del sufrimiento colectivo.
Luis
Pérez Armiño
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