sábado, 22 de junio de 2013

Un haiku



Hoy concentraré mi escasa creatividad en un bello haiku que dice así:

El Quijote es un puticlub de la nacional cuatrocientos veinte.

A raíz de estas preciosas palabras, llenas de sentimiento y armonía, haré una reflexión igual de breve respecto a la actual crisis. Esa que algunos insisten en ver moribunda pero que otros muchos la sienten viva y punzante en sus carnes.

Suelo jactarme de ser un profundo observador. A partir de mis simples vistazos a los asuntos mundanos que me rodean extraigo las más variadas conclusiones sobre lo humano y lo divino. Durante estos años de obligado ostracismo, me he podido percatar de un hecho que las autoridades pretenden disimular: la existencia de un muy lucrativo negocio del sexo. Escapa a cualquier ordenanza o ley, excepto la de la oferta y la demanda. Sin embargo, como todo en esta vida, el negocio del sexo necesita publicitarse para tratar de llegar un potencial cliente. Surgen así los anuncios por palabras de los periódicos, muchos de ellos ilustrados, y las tarjetas de visita que reparten los comerciales por toda la ciudad.

Es un reclamo barato y efectivo. La tarjeta en cuestión, a doble cara, se suele ilustrar con una, dos o más señoritas o señoritos, ligeros de ropa, haciendo gala de sus voluptuosidades y lanzándonos un mensaje directo y provocativo. El eslogan empleado es simple y efectista. Por último, algún dato de contacto o referencia. El comienzo de la crisis agudizó el ingenio de los sagaces publicistas llevándoles a incluir el precio de los diferentes servicios con unas ofertas irresistibles. Incluso, en una ocasión, llegué a tener en mis manos una oferta que incluía un servicio completo todo por el ridículo precio de ¡¡veinte euros!! Siempre y cuando se presentase la tarjeta en cuestión.

No creo necesario insistir en que la crisis es un asunto que va por barrios. Todos, en nuestras ciudades, con un simple paseo podemos comprobar la verdad de esta afirmación. Una de mis costumbres adquiridas consiste en acercarme hasta el mar caminando. En un trayecto que supera los seis kilómetros, la hora de caminata, se pueden observar muchas cosas y anotar mentalmente miles de circunstancias, más o menos triviales, algunas de ellas curiosas, que suceden ante nuestros ojos. Desde el centro de la ciudad, tengo que cruzar uno de esos barrios acomodados donde se prodigan las tiendas de calidad y los centros educativos de uniforme y sotana. Incluso allí, en sus elegantes y carísimos coches, en sus ventanillas tintadas, aparecían las dichosas tarjetas publicitarias ofreciendo elegantes mujeres y apuestos caballeros. Más adelante, camino del puerto, el paisaje urbano cambia totalmente. Los lujosos apartamentos dejan lugar a ruinosas viviendas y bloques monolíticos uniformados, de contenedores siempre abiertos dejando al aire las miserias de la vecindad y calles por las que nunca se deja ver la autoridad municipal.

Fue en esas calles desoladas donde comprendí la inquina y la violencia brutal de la crisis que nada respeta. No fue en sus negocios cerrados o en sus fachadas abandonadas al tedio de los carteles amarillentos por el sol… En sus destartalados coches no encontré ninguna tarjeta de contenido sexual, ni siquiera erótico; había desaparecido cualquier rastro de los pasionales labios rojos y las miradas lascivas de las complacientes mujeres y de los serviciales hombres… En sus coches, en sus sucias ventanillas, sólo había, una tras otra, una interminable sucesión de pequeñas cartulinas grises sin ningún alarde que simplemente decían: “Compro oro”.

Luis Pérez Armiño



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