Hoy
concentraré mi escasa creatividad en un bello haiku que dice así:
El Quijote es un
puticlub de la nacional cuatrocientos veinte.
A
raíz de estas preciosas palabras, llenas de sentimiento y armonía, haré una
reflexión igual de breve respecto a la actual crisis. Esa que algunos insisten
en ver moribunda pero que otros muchos la sienten viva y punzante en sus
carnes.
Suelo
jactarme de ser un profundo observador. A partir de mis simples vistazos a los
asuntos mundanos que me rodean extraigo las más variadas conclusiones sobre lo
humano y lo divino. Durante estos años de obligado ostracismo, me he podido
percatar de un hecho que las autoridades pretenden disimular: la existencia de
un muy lucrativo negocio del sexo. Escapa a cualquier ordenanza o ley, excepto
la de la oferta y la demanda. Sin embargo, como todo en esta vida, el negocio
del sexo necesita publicitarse para tratar de llegar un potencial cliente.
Surgen así los anuncios por palabras de los periódicos, muchos de ellos
ilustrados, y las tarjetas de visita que reparten los comerciales por toda la
ciudad.
Es
un reclamo barato y efectivo. La tarjeta en cuestión, a doble cara, se suele
ilustrar con una, dos o más señoritas o señoritos, ligeros de ropa, haciendo
gala de sus voluptuosidades y lanzándonos un mensaje directo y provocativo. El
eslogan empleado es simple y efectista. Por último, algún dato de contacto o
referencia. El comienzo de la crisis agudizó el ingenio de los sagaces
publicistas llevándoles a incluir el precio de los diferentes servicios con
unas ofertas irresistibles. Incluso, en una ocasión, llegué a tener en mis
manos una oferta que incluía un servicio completo todo por el ridículo precio
de ¡¡veinte euros!! Siempre y cuando se presentase la tarjeta en cuestión.
No
creo necesario insistir en que la crisis es un asunto que va por barrios.
Todos, en nuestras ciudades, con un simple paseo podemos comprobar la verdad de
esta afirmación. Una de mis costumbres adquiridas consiste en acercarme hasta
el mar caminando. En un trayecto que supera los seis kilómetros, la hora de
caminata, se pueden observar muchas cosas y anotar mentalmente miles de
circunstancias, más o menos triviales, algunas de ellas curiosas, que suceden
ante nuestros ojos. Desde el centro de la ciudad, tengo que cruzar uno de esos
barrios acomodados donde se prodigan las tiendas de calidad y los centros
educativos de uniforme y sotana. Incluso allí, en sus elegantes y carísimos
coches, en sus ventanillas tintadas, aparecían las dichosas tarjetas
publicitarias ofreciendo elegantes mujeres y apuestos caballeros. Más adelante,
camino del puerto, el paisaje urbano cambia totalmente. Los lujosos
apartamentos dejan lugar a ruinosas viviendas y bloques monolíticos
uniformados, de contenedores siempre abiertos dejando al aire las miserias de
la vecindad y calles por las que nunca se deja ver la autoridad municipal.
Fue
en esas calles desoladas donde comprendí la inquina y la violencia brutal de la
crisis que nada respeta. No fue en sus negocios cerrados o en sus fachadas abandonadas
al tedio de los carteles amarillentos por el sol… En sus destartalados coches
no encontré ninguna tarjeta de contenido sexual, ni siquiera erótico; había
desaparecido cualquier rastro de los pasionales labios rojos y las miradas
lascivas de las complacientes mujeres y de los serviciales hombres… En sus
coches, en sus sucias ventanillas, sólo había, una tras otra, una interminable
sucesión de pequeñas cartulinas grises sin ningún alarde que simplemente
decían: “Compro oro”.
Luis
Pérez Armiño
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