Una campanilla
se abría paso a través del cargado ambiente de la SDC con un sonido agudo y repetitivo. Nadie pareció darse por
aludido y el bullicio de una masa enardecida y embrutecida no disminuyó. La
campana sonó con insistencia tratando de encontrar el auditorio adecuado; o, al
menos, silencioso. Tarea inútil y poco fructífera. Sólo algunos se percataron
de un extraño sonido que reclamaba su atención. Finalmente, el encargado de la
campana (en adelante, el campanero)
se levantó con ímpetu de su asiento de madera y lanzó un terrible alarido lleno
de furia que desgarró la estancia.
-¡¡¡¡Atencióóónnnnnn!!!!
El silencio
reinó en la SDC al instante. Todo el
público dirigió una mirada unísona y común, llena de terror y con cierto matiz
de expectación, hacia el campanero.
James
aprovechó el desconcierto para abandonar el cuadrilátero y ocupar su trono en la SDC.
La oscuridad inundó la estancia. Un foco de
luz se dirigió contra una puerta en la que asomaron dos siluetas. La de la
izquierda, enorme y contundente; la de la derecha delgada como una espiga.
Cubrían sus rostros con una capucha. Una extraña música épica surgió de la
nada, de algún lugar extraño y desconocido. De forma acompasada, con un ritmo vigoroso
y pegadizo, las dos contendientes se dirigieron hacia el ring en brazos de los jaleos y los abucheos del público. A simple
vista, una mera estimación estadística permitiría ofrecer al observador externo
un reparto equitativo de las simpatías y los odios engendrados entre los
espectadores. No existía una delimitación física exacta entre las diferentes
hinchadas. De hecho, los espectadores apenas podría precisar con seguridad quién
o quiénes lucharían en la SDC.
Después de un
apoteósico paseíllo repleto de vítores e improperios entremezclados y
confusamente revueltos, las dos luchadoras ocuparon sus respectivas esquinas
mientras daban pequeños y ridículos saltitos y lanzaban sus puños contra
enemigos tan volátiles como imaginarios.
Un micrófono
plateado apreció desde el techo envuelto en nubarrones alumbrados por
sospechosos relámpagos. Otro de los grandes misterios de la SDC. ¿De dónde coño salía la pegadiza y
heroica música, el dichoso y cegador foco de luz, y ese micrófono que parecía
descender desde un cielo lejano y nebuloso? Sin embargo, el misterio más
alucinante, la cuestión que más enardecía el interés y la curiosidad del
público, fieles trabajadores de Public
Felt Paper Co., era de dónde salía aquel juez, engominado y luciendo sus
mejores galas, que se hacía dueño y señor para presentar el combate y, a la
vez, convertirse en árbitro y amo de la disputa. Algunos
aventuraban los más variados rumores; de todos ellos, el más aclamado afirmaba
que existía un vórtice multidimensional que gravitaba en el extraño entorno de
la SDC.
Las dos fieras
luchadoras se despojaron de sus respectivas batas dejando al descubierto sus
cuerpos tan dispares. Inmediatamente, la música cesó y el árbitro, auténtico maestro
del micrófono, presentó a las dos gladiadoras.
-Con calzón
rojo, con un peso cercano al centenar de quilos, si es que no los supera, la
campeona de los intrincados números y los cálculos imposibles, la señora...
¡¡¡Mary Hem!!!!
Una parte del
público hinchó sus gargantas y arrojaron sobre el cuadrilátero un alarido de
entusiasmo y de apoyo. La responsable de contabilidad saludó a sus fieles
mientras ignoraba el torrente de insultos que llegaba desde distintos puntos de
la sala. El
presentador continuó, mientras tanto, su peculiar speech.
-Con calzón
negro y un peso imperceptible, tan nimio e insignificante que se pierde en el
mismo aire, la guerrera sin piedad, la defensora de la ortodoxia más ortodoxa,
el paladín de los principios puros de la cartonología
y fiel servidora de nuestro guía y mentor, don James…, la señorita... ¡¡¡Jane
Wright!!!!
La ovación,
pudorosa y con claro sabor venenoso, impregnada de falsas alabanzas, inundó la SDC.
La señorita Jane saltó al centro del cuadrilátero y dedicó
saludos a sus seguidores mientras dirigía sus miradas inyectadas de odio hacia
aquellos que se atrevían a increparla.
El árbitro
dejó a un lado el micrófono que volvió, como vino, a su particular nada. Llamó
al centro del ring a las dos
contendientes. Agarró los puños de las dos mujeres y los sujetó de forma decidido.
Entre dientes, mirando a una y a otra alternativamente, sonrió y añadió entre
dientes: "Sin reglas". Se retiró del cuadrilátero del que
desapareció. La campana sonó de nuevo y la lucha comenzó.
James miraba
con atención el espectáculo. Una sonrisa maliciosa dejaba a la vista parte de
su dentadura amarillenta. Sus ojos brillaban de forma indescriptible. Se podría
leer en su gesto cierto aire de satisfacción bobalicona. La vista de aquellas
dos mujeres sudorosas y ensangrentadas luchando a de forma encarnizada excitó
de forma descontrolada a James.
Luis
Pérez Armiño