Una
bocina ensordece todos los espacios y habitáculos de la sede regional de Public Felt Paper Co. en Pooltron City.
El gran amo ha convocado a todo el personal de la compañía. En un
instante, envueltos en el estruendo de los altavoces, los pasillos de la
delegación se convierten en un hervidero de trabajadores atribulados que se
dirigen de forma atropellada hasta un sótano oscuro, maloliente y recóndito,
especialmente habilitado y equipado: la Sala
de los Combates Doctrinales y Demás Asuntos Nimios a Dirimir (conocida
familiarmente entre los trabajadores como la SCD).
James
Redneck tiene el honor de disponer del SCD
más vapuleado de toda la
compañía. En su lona se han dirimido todo tipo de cuestiones,
desde las más elevadas y profundas reflexiones en torno a la cartonología y sus enseñazas, hasta los
asuntos más intranscendentes y mundanos. Muchos de ellos meros ajustes de
cuentas personales entre los trabajadores del centro. Peleas y combates que la
dirección fomentaba. Una lógica sencilla y aplastantemente eficaz. James había
impuesto un principio básico de gobierno en su delegación: si conseguía que los
trabajadores y el personal subalterno se matasen entre ellos lograría que
éstos, a su vez, olvidasen todo el rencor y el odio acumulado hacia James. Una
versión mezquina y ruin de la guerra de los pobres en definitiva; pero
implantada profundamente en la política laboral de James.
El
espacio es húmedo. James cegó los sistemas de ventilación en la SCD.
Todo contacto con el exterior era imposible. Nadie desde la
calle podría percibir los alaridos de dolor y los gritos desesperados ahogados
en el dolor. El moho invadía las paredes, mezclándose de forma desagradable con
los restos de sangre coagulada, testigos mudos de antiguas batallas y
contiendas que resuenan demasiado lejos en el tiempo. No existía una
delimitación precisa entre zona de combate y espacio destinado al público.
Todos los combates se solían cerrar con algún daño colateral imprevisto entre
alguno de los espectadores demasiado confiado. En el centro, en un suelo
hormigonado ligeramente cóncavo, un desagüe facilitaba la evacuación de
líquidos, sangre oscura y espesa, sudor amarillento y lágrimas ácidas.
Toda
la plantilla de Public Felt Paper Co.
se arremolinó en torno al espacio de lucha. James, coronado y con su sucia
capa, se situó en el centro de la sala reclamando la atención de su público en
medio de vítores falseados.
–Escuchad
todos. Hoy os regalo un nuevo combate. Me gustaría poder ofreceros algo de
diversión en esta fría mañana. Los más afortunados, podréis disfrutar del
cálido baño de la sangre del perdedor –algunas voces de protesta surgieron
desde las filas más atrasadas del público.
–No
os preocupéis los que os hayáis incorporado tarde. El espectáculo es para todos
y cada uno de vosotros – James asentía satisfecho mientras recibía una nueva y
más hipócrita aclamación.
Una
ovación ensordecedora inundó el cálido y angosto espacio de la sala de combate.
James, satisfecho, giraba sobre sí mismo con los brazos abiertos en señal de
aprobación. Sonreía a todos y cada uno de los asistentes. La jauría deseaba
carnaza y él era el único capaz de ofrecerla fresca, todavía palpitante. Todo
el mundo, la vida y la muerte, giraba en torno a James. Una extraña fuerza
gravitacional recorría su obesa figura reclamando todas las atenciones hacia su
vil persona. Hizo con las manos un gesto solicitando el silencio de la masa
enfervorizada. Continuó su discurso con su voz chirriante y obscena. Decidió
presentar a los contendientes y enumerar las normas de lucha.
–Una
vez que se entra en la Sala de los
Combates Doctrinales y Demás Asuntos Nimios a Dirimir nada volverá a ser
igual. Este es el centro sagrado que permite la resolución de disputas y controversias.
Por eso, he decidido convocaros. Jane Wright –señaló a la escuálida secretaria-
contra Mary Hem –reclamó la atención de la masa hacia la voluminosa responsable
de contabilidad.
–Aunque
todos conocemos las reglas, es mi deber, de acuerdo a los principios de la
lucha honrada y justa, volver a recordarlas a los contendientes para que las
tengan en cuenta y hagan uso de ellas durante el combate…
James
enumeró una a una todas las normas absurdas y descabelladas que debían regir la
lucha inútil. Cada mandamiento se acompañaba de los jaleos y los gritos
entusiasmados y fanáticos de un público ansioso y sobreexcitado que necesitaba
su ración de dolor ajeno. Los golpes bajos estaban permitidos, las verdades
apriorísticas puntuaban más que las razones fundamentadas y, por supuesto, se
permitía todo tipo de armas y de argumentos, fundamentados o simplemente
infundados.
–¡Qué
empiece el combate! –grazno James mientras se retiraba a su privilegiado trono
para disfrutar de la lucha.
Luis
Pérez Armiño
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