Don
Arturo salió perplejo de la
taberna. Era incapaz de entender nada. A su espalda se
alejaba el rumor de los parroquianos que discutían con pasión animados por el
ir y venir de las copas, las jarras y las botellas de alcohol de bajo precio y
peor calidad. Don Arturo se metió las manos con fuerza en los bolsillos de su
gabán y se encogió, más pequeño aún de lo que era por naturaleza, para soportar
las temperaturas que en ese momento, pasada la medianoche, se encontraban bajo
cero. Respiró profundamente y exhaló un tupido torrente de vaho. En sus oídos
todavía resonaban las pretenciosas palabras de don Ramón.
Don
Arturo se encogió de hombros mientras aceleraba su marcha por la calle
empedrada. Mantenía fija la vista sobre la acera. La humedad y el frío habían convertido la
calle en una pista resbaladiza y traicionera. Trataba de mantener la
concentración en aquel peligroso piso, escogiendo con sumo cuidado cada uno de
sus pasos. De vez en cuando, en su cabeza, el eco de las soflamas de don Ramón
se repetían en la lejanía.
Don
Arturo era incapaz de entender a aquel hombre viejo y gruñón. Un pretendido
sabio que solía dictar sentencia con cada una de sus frases. Por muy estúpidas
y sin sentido que fuesen. Pero él no era el peor. Al fin y al cabo, don Ramón
era un engreído payaso que había encontrado una audiencia adecuada. Entre sus
acólitos, lo más pelmazo y anodino de la ciudad. Gente de
pretensiones y pocas luces que, sin embargo, se crecían arropados por el sabio,
siempre supuesto, don Ramón. El viejo, de larga barba y melena de canas
desaliñadas, tenía dos dedos de frente. Se sentaba en aquel andrajoso bar y
esperaba las invitaciones de los parroquianos que deseaban escucharle. En unos
minutos, su mesa se llenaba de café y todo tipo de licores que nunca pagaba.
Para el asunto financiero, aspecto demasiado mundano de la existencia, estaban
todos sus discípulos.
Don
Ramón, después de tres o cuatro licores, un café y un par de cigarros, elevaba
su bronca voz. Una sola palabra suya bastaba para hacer callar a todo su ávido
público. Don Ramón iniciaba su discurso, tímido al principio, animándolo con
tragos cada vez menos espaciados y más largos de aquel licor brumoso. Miraba
con sus ojos miopes, escondidos detrás de aquellas frágiles gafas redondas, a
la concurrencia embelesada con sus ocurrencias de viejo alcohólico. Su sermón,
invariablemente, noche tras noche, era el mismo. Insultaba sin cesar a todos y
cada uno de sus oyentes, con las palabras más malsonantes que conocía. Cada
exabrupto era acompañado por los aplausos y las exclamaciones de admiración de
sus espectadores. El afortunado, aquel que tenía a bien recibir el regalo
envenenado de las palabras hirientes de don Ramón, se sentía el elegido por un
día. Don Arturo era incapaz de comprender la estupidez de esa pobre muchedumbre
que se agolpaba a los pies de don Ramón esperando sus insultos y sus golpes.
Aquella
fría noche, don Arturo decidió entablar un peligroso duelo con don Ramón. Don
Arturo no solía frecuentar aquella tasca ni mucho menos las tertulias que solía
presidir don Ramón. Sabía del profundo odio de aquel viejo a todo aquello que
pudiese significar humanidad. Don Ramón, como era costumbre, esperó hasta ver
bien servida su mesa. Después de tomar rápidos dos licores para hacer frente a
las inclemencias de aquel endiablado tiempo, contó lo que para él era una
divertida anécdota. Trataba sobre un lejano conocido suyo que hacía tiempo que
había llegado a la ciudad desde el sur buscando fortuna y gloria. Era un pintor
de cierto éxito que había logrado el favor de algunas damas de bien y, por
supuesto, de sus maridos que le colmaban de encargos y trabajos. Don Ramón
odiaba a aquel joven que había logrado encandilar a la alta sociedad de la ciudad. No podía
soportar que aquel muchacho provinciano se estuviese haciendo de oro con
dedicación tan servil como la pintura.
Sin
embargo, don Ramón había escuchado, de muy buena fuente, una información muy
interesante. Un acaudalado magnate extranjero, de un país muy lejano, había
encomendado una empresa casi irrealizable al pintor de éxito. Metros y metros
de lienzos pintados con mil y una escenas. Era una tarea imposible para un solo
hombre. Sin embargo, el avaricioso pintor había aceptado con alegría el
trabajo. Aseguraba don Ramón que aquel rico extranjero pagaría al pintor la
escalofriante suma de ¡ciento cincuenta mil dólares! (Su audiencia exclamó
llena de asombro).
Una
carcajada desfiguró el arrugado rostro de don Ramón. Entre su larga blanca
asomó una dentadura amarilla en retirada. Su cara se volvió roja, parecía que
iba a estallar. Entre lágrimas de alegría, comentaba a los que le escuchaban
que era tanto trabajo el que el pintor había aceptado por esa cantidad
increíble de dinero que, incapaz de responder al encargo, había sufrido una
terrible enfermedad que le mató después de dos semanas de terrible agonía.
Aquel pintor, al que llamaba fenicio, había muerto por su propio éxito... y don
Ramón, hombre huraño que arañaba el aplauso del público por sus poemas y
esperpentos, no soportaba la idea del triunfo ajeno.
En
la cabeza de don Arturo todavía resonaba la carcajada cruel de don Ramón. Se
levantó de su sitio y recogió su gabán, y salió a la calle. Nunca había
entendido la crueldad como un espectáculo agradable. Desde la taberna, todavía
se oían las palabras de don Ramón ahogadas entre sus carcajadas.
–Le
mató lo que tanto amaba… ¡Qué entierren al fenicio en su plata!
Luis Pérez Armiño