domingo, 29 de septiembre de 2013

James rinde homenaje a William Burroughs



James se atusó el pelo. Cuidadosamente metió los faldones de la camisa por dentro del pantalón. Hacía unos instantes que había despedido a su secretaria. “Nunca más volvería a ocurrir”, se repetía mentalmente. James sabía que esa promesa, como todas las que hacía, era mentira. Volvería a poseer una y otra vez a Jane. Sólo tenía que ordenarlo. Jane era víctima de un extraño y delirante hechizo que le impedía ver la realidad, que le obligaba a observar al Sr. Redneck como un ser apuesto y de un atractivo fatal (algo totalmente alejado de la realidad).

James recuperó su posición en su mesa de despacho. Acomodó su enorme y grasiento trasero en la gastada silla de cuero y recuperó el libro que con tanto interés le tenía absorbido antes de la fastidiosa visita de la secretaria. Se mordía las uñas mientras trataba de mantener la atención en las líneas apretadas de aquel texto insípido y aburrido, excesivamente académico y rebuscado. El vello de su brazo se erizó y los escalofríos recorrían su columna vertebral. Un molesto cosquilleo avanzaba solemne por sus pantorrillas. Un estado de ansiedad invadía su pecho, el corazón amenazaba con colapsar y sucumbir en una poderosa y gelatinosa explosión de vísceras y fluidos.

Había comenzado el mono. Eran sus primeros síntomas. Lo peor estaba por llegar. Y llegó.

La respiración cada vez es más difícil. Nota que el aire no llega correctamente a sus pulmones. Es una sensación artificiosa e imaginaria pero angustiosamente real. Los primeros síntomas del mono comienzan siempre en lo más profundo de su nariz. James se ahoga poco a poco. Respira cada vez con más dificultad. El oxígeno encuentra serios inconvenientes y graves obstáculos que le impiden llegar a los pulmones. Entonces, James es presa del nerviosismo. Exagera al máximo sus movimientos respiratorios intentando atrapar más aire. Pero la nariz se cierra herméticamente. La sensación de inquietud se apodera de la débil mente de James.

Su mirada recorre de forma apresurada la desordenada mesa de despacho. Revuelve en todos sus cajones rebuscando algo. Por fin lo encuentra. Es un pequeño frasco de plástico con algo escrito en color naranja. James se introduce el delgado y largo aplicador por una de sus fosas nasales, lo hunde casi en su cerebro y acciona el dosificador hasta tres veces. Repite la operación en el otro orificio. Respira con fuerza y exhala un gutural y placentero gemido que llena toda la habitación. Ya ha tomado su dosis. Ahora sólo debe esperar a que haga efecto. Entre cinco y quince minutos.

James suele chutarse entre cinco o seis veces diarias. Su olfato ha perdido toda su capacidad, lo que supone, a su vez, una considerable disminución de su capacidad gustativa. La droga recorre todo su aparato respiratorio con la potencia de un ácido. Los médicos le han advertido multitud de veces de la situación de peligro de su nariz. Si sigue inyectándose esa porquería podría perder en breve el tabique nasal. Eso sin considerar los efectos pulmonares. Sus pulmones, teniendo en cuenta su prolongada adicción, deben estar encharcados con semejante mierda.

James hace varios años que esnifa oximetazolina. Cada vez le exige más y más. Ha pasado de apenas tres microgramos diarios a superar los diez con creces. Ha aumentado la frecuencia de visita a sus proveedores, que le alaban sin disimulo su cuelgue y lo beneficioso que resulta para su negocio. James se arrastra hasta sus camellos y les lanza billetes para conseguir su dosis.

Los chutes han perdido en intensidad y cada vez necesita más oximetazolina. Tres pulverizaciones en cada orificio nasal. La droga sale a propulsión del aplicador y se clava fieramente en la nuca. Riega sus cornetes y el amargo sabor le inunda el paladar con un picor amargo. Ahoga sus senos y fluye a través de los poros óseos hasta anegar el cerebro. Es una lluvia volátil que recorre toda la nariz y se interna por los oídos y los pulmones. Al principio no sucede nada. Es necesario recostar la cabeza para conseguir que el líquido llegué a todo el organismo con rapidez. A partir de esos cinco interminables minutos, los primeros síntomas se hacen evidentes provocando una profunda sensación de alivio. Los cornetes se retraen y el aire empieza a circular con facilidad. Todo es paz y relajación…

Es el tiempo – espacio de la droga.

Comienza un letargo afrodisíaco que puede llegar a extenderse durante largas horas que para el adicto parecen escasos minutos. Recuerdos congelados indescriptibles que nadan a la deriva y se pierden en el horizonte rosado. Ectoplasmas viscosos que se extienden por el gelatinoso cuerpo de James y se introducen por todos y cada uno de sus orificios. James se estremece de placer imaginando oscuras y simiescas sodomías de fétidos resultados viscosos.

Los libros no exponen más que las mentiras y las abyecciones inútiles y perniciosas de arqueólogos, historiadores y demás meretrices del recuerdo y del pasado. Estúpidas construcciones circulares que no cruzaban ninguna calle y en las que sus habitantes se hacían cruces observando el atardecer rojizo descender sobre los campos. Las religiones se habían transformado en meros ejercicios sin sentido y movimientos absurdos de carencia pendular que sólo rememoraban viejos tiempos de grasienta sumisión sexual. James es adicto a la oximetazolina.

Luis Pérez Armiño

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