sábado, 14 de diciembre de 2013

Avalancha



La historia, ni siquiera la arqueología con la arrogancia que le otorga la capacidad de otorgar a su antojo cronologías y fechas, ha sido capaz de descifrar el año exacto en que un tsunami asoló la pequeña isla de Rarotonga. Una pequeña extensión de tierra enclavada en algún lugar perdido en medio del océano Pacífico.

A pesar de los muchos años de investigaciones y la ingente suma económica invertida, nadie se ha aventurado a establecer una cronología precisa. Alguna publicación ha tratado de ofrecer datos relativos que estiman que los luctuosos acontecimientos a los que nos referimos y que marcaron para siempre el devenir histórico de la isla de Rarotonga tuvieron lugar entre un determinado momento del pasado y otro momento algo posterior. E inmediatamente, otros sesudos pensadores dedican todo su esfuerzo para ingeniar cualquier argumento, más o menos verídico o comprobable, para desmontar aquellas cronologías relativas y tan arriesgadas; en la mayoría de los casos, locuras de juventud.

El registro arqueológico de la isla de Rarotonga es extremadamente simple. En un momento indeterminado se produce el poblamiento de la isla. Hecho que puede encuadrarse dentro de los movimientos poblaciones que permiten la ocupación de los diversos archipiélagos que abundan por el Pacífico. En estratos escasamente fértiles los historiadores, arqueólogos y antropólogos han sido capaces de describir una cultura de nimio interés. Apenas restos de una industria lítica tosca y sin enorme variedad, dedicada a la rapiña de cualquier producto marino que llegase a las playas; una sociedad que no había sido capaz de desarrollar ningún tipo de explotación agraria. Numerosos restos, algunos de difícil identificación y, por lo tanto, controvertidos, parecen indicar una sobreexplotación de los cocoteros isleños. En cuanto a una posible estructura social, comparaciones etnográficas han permitido dibujar una sociedad en exceso primitiva consistente en alguien que manda y unos cuantos mandados. El dato más relevante y de mayor interés revela determinadas prácticas religiosas asociadas a un culto a los muertos: han sido muchos los huesos humanos localizados que presentan determinadas marcas que pueden hacer suponer prácticas de canibalismo (ritual o gastronómico, según se mire).

Punto y final de la floreciente y prometedora cultura de la isla de Rarotonga. Cualquier luz sobre lo que Rarotonga podría haber aportado a la especie humana es mera cuestión de especulación y ciencia ficción histórica.

Sin embargo, por encima de esos estratos que nos regalan datos tan someros sobre la cultura de Rarotonga, los expertos han identificado un nivel especialmente preocupante. Es un nivel estéril que, a parecer de climatólogos, edafólogos, químicos y otros expertos en las más variadas materias, revela la existencia de una destrucción masiva que azota toda la isla en apenas unos instantes borrando cualquier rastro de vida humana. Después de múltiples pruebas y análisis, las primeras pesquisas pretenden suponer que, en un momento cronológico indeterminado, la isla de Rarotonga fue sacudida por un violento tsunami que acabó con cualquier forma de vida y aniquiló la cultura de Rarotonga.

Algunos demógrafos estiman que la población de Rarotonga bien pudo llegar a contar con varios centenares de individuos.

Una fresca mañana de la temporada de lluvias, los rarotonganos se desperezaron después de una plácida noche de descanso. Todo transcurría con la habitual normalidad que solía impregnar el quehacer diario de la cultura de Rarotonga. Con los primeros rayos de sol, se encienden las primeras hogueras y se caliente el desayuno. Para algunos, un poco de coco era más que suficiente. Sin embargo, los ancianos insistían a los más jóvenes: era necesario alimentarse bien en esa primera comida. Para ello, nada mejor que un buen muslito de algún familiar recientemente fallecido o la pechuga del vecino que el otro día murió en un extraño e inesperado accidente. Pobre, era un joven tan prometedor.

Una extraña neblina invadió la isla de Rarotonga. Las escasas aves que poblaban aquel pedrusco dejado de la mano de Dios salieron volando. El mar se retiró de la playa. Una mujer se levantó y dirigió una mirada extrañada al mar. Un ligero temblor empezó a sacudir la isla, cada vez más violentamente, mientras un ruido, un pequeño rumor al principio, se convirtió en un ensordecedor estruendo que puso en alerta a toda la población de la isla. En apenas unos segundos, el mar reapareció en forma de una gigantesca pared de agua que borró cualquier forma de vida sobre la faz de la isla. Sólo fueron unos breves minutos. Todo desapareció bajo el agua, la isla sucumbió cubierta bajo el mar. Poco después, cuando la gran ola inicio la retirada, la isla salió a flote. Era un paraje yermo y  desolado. La vida había desaparecido por completo.

Las paredes de la delegación regional de Public Felt Paper Co. empezaron a vibrar. Henry, uno de los operarios del almacén, vio las extrañas ondas que recorrían la superficie de su café negro y frío. James apartó la vista de uno de sus pesados libros y dirigió la mirada hacia el retrato de Frank Meadows que colgaba en la pared de su despacho. Se movía con un ritmo imperceptible pero que crecía por momentos. El temblor crecía y crecía. Un ligero rumor lejano se convirtió en un estruendo interminable y angustioso.

Las puertas de la delegación regional de Public Felt Paper Co. se abrieron de par en par. Como tres sombras de mal agüero, en la puerta se perfilaron las figuras de tres personajes odiados en toda la compañía.

Luis Pérez Armiño

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