Hacía
algunos años que la producción en cadena había entrado a bombo y platillo en la
producción de cartonajes de la Public Felt
Paper Co. Todos los rotativos nacionales e internacionales
recogieron la satisfacción del entonces presidente de la compañía. Las
fotografías, todavía en blanco y negro, mostraban a un satisfecho y orondo fundador
de la compañía, el presidente en cuestión, cortando con gesto afectado y
teatral la cinta que inauguraba la nueva sala de montaje de la fábrica de la delegación
central. Un prodigio de la ingeniería industrial, decían los medios, un
portento de los tiempos modernos que asombrarán al mundo y a las generaciones
futuras, vaticinaban los corresponsales expertos en economía y sociedad.
Hasta
aquel momento, la producción era enteramente manual. Líneas interminables de
operarios aburridos que quemaban sus retinas entregados durante interminables
jornadas a la confección de cajas, cartones y demás embalajes. Eran los tiempos
primigenios de la
compañía. Fundada en aquellos momentos gloriosos en los que
los hombres de bien, empresarios, industriales y demás filántropos podían
atiborrarse de suculentos manjares y limpiarse la comisura de los labios (por
ser prudentes) con derechos sociales, laborales y demás panfletos progresistas
que algunos iluminados se atrevían a reclamar.
Las
manos femeninas resultaban de especial delicadeza para la confección de tipos
específicos de cajas plegables. Su habilidad no decrecía, ni siquiera, cuando
su día de trabajo superaba con creces las horas aconsejadas por higienistas y
demás charlatanes.
En
cuanto a los niños… ¿qué decir de aquellas tiernas criaturas? Algunos poseían
pequeñas y graciosas manos que manejaban con una agilidad inusitada. Esos
pequeños y rechonchos deditos llegaban a los lugares más insospechados.
Pero,
sin duda, la principal ventaja se mantenía a la hora de las retribuciones. El
señor obtenía unas horas de trabajo a precio de saldo que no tenían competencia
en el mercado. Una mujer, madre y esposa, recibía, con suerte, la mitad del
sueldo en comparación con el obrero más vago y malediciente de toda la empresa.
¡Cobraban incluso menos que los operarios que llegaban a sus turnos totalmente
borrachos! Y los niños…, eran todavía mejor. Aquellas criaturas angelicales, de
rostros demacrados y ojos huidizos se conformaban con apenas unas migajas, con
una limosna insuficiente que seguramente el cabeza de familia, alcohólico y
violentamente brutal, consumiría en alguna tasca de los suburbios donde se
hacina esa maquinaria tan barata de carne y hueso.
La
industrialización sólo aceleró este proceso. Al principio, las máquinas eran
artefactos pesados y peligrosos. Muchos de los obreros que servían en las filas
de la compañía desde hacía años no soportaron la presión de los tiempos
modernos. Accidentes, traumas, amputaciones, aplastamientos, intoxicaciones…
El
problema de verdad llegó cuando alguien, seguramente una persona que en su vida
había pisado una fábrica, se empeñó en otorgar extraños derechos que lo único
que consiguieron fue entorpecer el progreso. Hablaban de ideas demasiado
abstractas, de salarios dignos y equitativos, de jornadas de trabajo humanas…
Algunos, incluso, consideraban que el día laboral debería consistir en ¡ocho
ridículas horas! No sabían de lo que hablaban. Eso supondría contratar a más
personal, más gastos, encarecer el producto final… Los más radicales y
violentos exigían una nueva modernidad nacida de la boca del demonio que
llamaban derechos sociales…
Al
final, la rendición se convirtió en victoria. Conceder todo lo que nos pedían
supondría, a largo plazo, un beneficio para la clase empresarial. Trabajadores
satisfechos que dispondrían de los suficientes medios como para poder dejarse
su salario en los mismos productos que ellos fabricaban. Parecía una locura.
Sin embargo, en alguna ocasión, incluso, funcionó. De hecho, esos derechos, una
vez más, se convirtieron en mercancía de cambio, sujeta a oferta y demanda. El
dueño siempre será el dueño. Sólo quedaba por inventar la publicidad.
Los
trabajadores de delegación regional de Public Felt Paper Co. en Pooltron City
apenas levantaban los ojos de sus responsabilidades. Cualquier distracción
podía resultar fatal. Cualquier operario podría resultar herido, o lo que es
peor: la cadena de producción podría detenerse.
Luis Pérez Armiño