James
sujetó con firmeza el brazo de la señorita Evelyn.
Con un gesto imperativo, falto de modales y sin ninguna
cortesía, indicó a la débil mujer que debía abandonar la sala de reuniones y acompañarle
a su despacho. Formando parte de la comparsa como mudos espectadores, las
señoras Humper y van Fettriech asistían atónicas a aquel bochornoso
espectáculo.
No
comprendían cómo un hombre de la talla intelectual de James podía ofrecer su
apetitosa manzana a un ser desdichado e infeliz como la señorita Hooker.
Los interrogantes inundaban los pastosos cerebros de las dos
ancianas y cegaban su entendimiento. Ante todo, ¿por qué?, pero sobre todo…
¿para qué? Predicación en el desierto. Los mecanismos intelectuales de James
que engranaban todo su complejo sistema de egoísmos hacía tiempo que se habían
puesto en marcha. Ni siquiera aquellas dos señoras petulantes y redichas
merecían en estos instantes una respuesta satisfactoria o, al menos, educada. En
esos momentos, a James sólo le importaba aquella manzana marchita que bailaba
en las manos de la
señorita Evelyn.
La
señora van Fettriech abrió sus ojos descubriendo una mirada inyectada en
sangre. La doctora
Humper era incapaz de disimular un rostro tembloroso y
blanquecino. El silencio reinaba entre las dos mujeres incapaces de
sobreponerse ante la escena que había tenido lugar en aquella sala. Esperaban
de James algún gesto, una palabra, algo que les infundiese confianza y ánimo.
Esperaban haber podido disfrutar de la manzana que les había ofrecido. De
hecho, se la hubiesen repartido de buena gana. Pero nunca hubiesen esperado que
aquella mujer, inferior respecto a ellas se mirase por donde se mirase, hubiese
encandilado de tal manera al Sr. Redneck hasta el punto que éste no dudase en
un segundo en ofrecerle su manzana.
James
dejó la sala con Evelyn del brazo. La manzana seguía en la mano de la señorita Hooker.
Un
golpe sordo sorprendió a James al abrir la puerta de la Sala de Reuniones. En
una esquina, con el rostro ruborizado y manoseando de forma torpe unos papeles
se encontraba su secretaria Jane Wright. Sin duda, era evidente, la señorita Wright se
encontraba escuchando detrás de la puerta. Sus muchos años al servicio de la empresa
le habían facilitado la elaboración de complejos mapas mentales para moverse
como pez en el agua por los vericuetos y pasillos de la delegación regional de
Public Felt Paper Co. en Pooltron City.
James
apenas se percató de la presencia de Jane en aquella esquina tratando de pasar
desapercibida. La
señorita Evelyn, arrastrada imperiosamente por un James
desaforado, sí pudo detener su mirada en el rostro de la señorita Wright.
En su cara no existían ojos; sólo dos llamas candentes y
peligrosas que le lanzaban profundas miradas de odio y rencor. Evelyn se sintió
atemorizada. Había oído hablar en multitud de ocasiones sobre los constantes y
peligrosos ataques de celos de aquella delgaducha secretaria de James. Incluso,
había recogido con incredulidad ciertos rumores que afirmaban que Jane, llena
de ira, fue capaz de matar con sus propias manos a una tal señora Hem, una
antigua responsable de contabilidad de la empresa que nunca llegó a conocer
personalmente.
Cuando
abandonaron el vestíbulo que daba paso a la Sala de Reuniones, Evelyn notó en
su nuca el frío impacto de la mirada asesina de Jane. Un escalofrío recorrió su
espalda y su rostro palideció. El mero roce de James podía suponer su final.
Evelyn
sentía una presencia furiosa a su alrededor. Aquellos pasillos y salas de la
delegación regional de Public Felt Paper Co. le resultaron agónicos e
interminables. Ni siquiera cuando James cerró la puerta de su despacho la desvalida Evelyn
pudo descansar. Oía extraños e inquietantes ruidos fuera del despacho del señor
Redneck. Parecía como si alguien, o algo, se agazapase al otro lado de la
puerta mientras emitía frustrados gemidos llenos de ira. Parecía un extraño
animal que hubiese olido el miedo de su presa y no estuviese dispuesta a
abandonarla.
James
parecía ausente y ajeno a todos los pánicos de Evelyn. Se sentó en la silla
detrás de su mesa. Evelyn se quedó quieta, temblorosa, en medio del despacho,
iluminada por un triste foco amarillento. James se recostó en su silla y, entre
susurros, le dijo a la mujer.
–Veamos
qué sabes hacer con mi manzana.
Luis Pérez Armiño
No hay comentarios:
Publicar un comentario