El
aire es pernicioso. Uno de los axiomas básicos de los mandamientos primigenios
de la obtusa mente de James. El oxígeno corrompe los cuerpos que roza. El aire
es un agente asesino e invisible que se introduce por la nariz y consigue la lenta
muerte del cuerpo asediado. La peor de las ejecuciones. Cada bocanada de aire
escribe una línea más de nuestra sentencia de muerte. El oxígeno es un veneno
lento y eficaz. Incluso él, James, el señor Redneck, estaba condenado a aquella
muerte agónica y cruel. Su cuerpo sucumbiría al peso de unos años lastrados por
la perniciosa acción del oxígeno. Su piel se amarillearía aún más, sus ojos se
hundirían en sus cuencas mientras su vista se perdería entre nubes grises; sus
dientes desaparecerían de su boca dejando un horrible y deformado pozo oscuro;
su aliento se volvería espeso y fétido. Sus orejas inútiles, sordas, grandes y
escurridizas.
James
sujetó la manzana sobre la
mesa. Con un gesto torpe, la hizo girar. La leyenda grabada a
punta de navaja desapareció con la fuerza centrífuga. Después de unos
instantes, la manzana se paró en seco y descansó sobre la mesa de reuniones.
Las frescas heridas que James había grabado empezaron a oxidarse. El mensaje se
marchitaba.
James
miró divertido a sus acompañantes.
La
señora Humper
alargó una huesuda mano que trató de hacerse con aquel delicioso fruto. Sin
embargo, chocó con la mano enguantada de la distinguida señora van Fettreich.
La noble mujer miró con un gesto de fastidio a la erudita anciana.
James
sonreía satisfecho. Mientras aquellas viejas damas discutían de forma cómica,
una osada Evelyn había arrebatado la manzana de la mesa y la sujetaba con ansia
contra su pecho. Aprovechó el desconcierto causado por aquellas dos cotorras
desbocadas para hacerse con la fruta y admirar cómo la infantil grafía de James se oxidaba en la
seca piel de la manzana.
En sus ojos se dibujo una extraña mirada de triunfo mientras
su boca se retorció en una mueca que trataba de descifrar una victoria pírrica
de amargas consecuencias. Las señoras Humper y van Fettreich miraban
sorprendidas con los ojos tremendamente abiertos a la atrevida secretaria.
¡Una
vulgar trabajadora, una muerta de hambre que la señora Humper
recogió de la suciedad de la calle, de las toscas manos de cualquier hombre
dispuesto a pagar cuatro monedas por sus servicios! ¿Así pagaba aquella
desagradecida los esfuerzos y los desvelos de las señoras Humper y van
Fettreich? Le había procurado una ocupación digna en la que entretener sus
horas apartándola del alcohol y de otros muchos vicios innombrables. Y ella,
aquella señorita Hooker que ni siquiera llegaba al rango de señora, se había
atrevido a arrebatarles la manzana de James.
La
señora Humper
parecía enrojecer. Debajo de su piel correosa se adivinaba un rumor iracundo.
Sus ojos se entrecerraron y lanzaron unas miradas llenas de odio a aquella
mujer delgada y ajada. La señora van Fettreich prefirió cerrar los suyos y
llevarse en un gesto delicado la mano a la frente. Disimuló con
formas torpes un amago de vahído. Pidió la ayuda de la señora Humper. Se
sintió descompuesta al ver la manzana de James en aquellas manos serviles.
James
era uno de los hombres más felices sobre la faz de la tierra. Ante sus ojos
tenía lugar uno de los espectáculos que más le conmovían. Hasta tres mujeres
estaban dispuestas a sacarse las entrañas por su manzana. Era una sensación de
satisfacción indescriptible. Incluso, se comenta que alguna lágrima de
felicidad tuvo la ocasión de escapar de sus pequeños y vidriosos ojos. Después
de unos segundos de auto complacencia y de regocijo decidió que había llegado
el momento de saciar su apetito. Sonrió abiertamente y dejó a la vista un
pequeño y amarillento colmillo. Ensayó su mirada más seductora y se fijó en una
atribulada Evelyn Hooker. La secretaria acariciaba la manzana.
James
se levantó de su silla. Se arregló la corbata y se ajustó la chaqueta a su
oronda barriga. Sin perder la sonrisa, le ofreció una mano a la señorita Hooker
mientras le decía en un murmullo
–Vamos…
y, por cierto, no olvide la manzana.
Las
señoras Humper y van Fettreich se quedaron mudas e inmóviles. Sus rostros
estaban pálidos. La señora van Fettreich reprimió una arcada. Parecían dos
estatuas de sal.
Luis
Pérez Armiño
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