sábado, 15 de marzo de 2014

El oxígeno como factor corruptor



El aire es pernicioso. Uno de los axiomas básicos de los mandamientos primigenios de la obtusa mente de James. El oxígeno corrompe los cuerpos que roza. El aire es un agente asesino e invisible que se introduce por la nariz y consigue la lenta muerte del cuerpo asediado. La peor de las ejecuciones. Cada bocanada de aire escribe una línea más de nuestra sentencia de muerte. El oxígeno es un veneno lento y eficaz. Incluso él, James, el señor Redneck, estaba condenado a aquella muerte agónica y cruel. Su cuerpo sucumbiría al peso de unos años lastrados por la perniciosa acción del oxígeno. Su piel se amarillearía aún más, sus ojos se hundirían en sus cuencas mientras su vista se perdería entre nubes grises; sus dientes desaparecerían de su boca dejando un horrible y deformado pozo oscuro; su aliento se volvería espeso y fétido. Sus orejas inútiles, sordas, grandes y escurridizas.

James sujetó la manzana sobre la mesa. Con un gesto torpe, la hizo girar. La leyenda grabada a punta de navaja desapareció con la fuerza centrífuga. Después de unos instantes, la manzana se paró en seco y descansó sobre la mesa de reuniones. Las frescas heridas que James había grabado empezaron a oxidarse. El mensaje se marchitaba.

James miró divertido a sus acompañantes.

La señora Humper alargó una huesuda mano que trató de hacerse con aquel delicioso fruto. Sin embargo, chocó con la mano enguantada de la distinguida señora van Fettreich. La noble mujer miró con un gesto de fastidio a la erudita anciana.

James sonreía satisfecho. Mientras aquellas viejas damas discutían de forma cómica, una osada Evelyn había arrebatado la manzana de la mesa y la sujetaba con ansia contra su pecho. Aprovechó el desconcierto causado por aquellas dos cotorras desbocadas para hacerse con la fruta y admirar cómo  la infantil grafía de James se oxidaba en la seca piel de la manzana. En sus ojos se dibujo una extraña mirada de triunfo mientras su boca se retorció en una mueca que trataba de descifrar una victoria pírrica de amargas consecuencias. Las señoras Humper y van Fettreich miraban sorprendidas con los ojos tremendamente abiertos a la atrevida secretaria.

¡Una vulgar trabajadora, una muerta de hambre que la señora Humper recogió de la suciedad de la calle, de las toscas manos de cualquier hombre dispuesto a pagar cuatro monedas por sus servicios! ¿Así pagaba aquella desagradecida los esfuerzos y los desvelos de las señoras Humper y van Fettreich? Le había procurado una ocupación digna en la que entretener sus horas apartándola del alcohol y de otros muchos vicios innombrables. Y ella, aquella señorita Hooker que ni siquiera llegaba al rango de señora, se había atrevido a arrebatarles la manzana de James.

La señora Humper parecía enrojecer. Debajo de su piel correosa se adivinaba un rumor iracundo. Sus ojos se entrecerraron y lanzaron unas miradas llenas de odio a aquella mujer delgada y ajada. La señora van Fettreich prefirió cerrar los suyos y llevarse en un gesto delicado la mano a la frente. Disimuló con formas torpes un amago de vahído. Pidió la ayuda de la señora Humper. Se sintió descompuesta al ver la manzana de James en aquellas manos serviles.

James era uno de los hombres más felices sobre la faz de la tierra. Ante sus ojos tenía lugar uno de los espectáculos que más le conmovían. Hasta tres mujeres estaban dispuestas a sacarse las entrañas por su manzana. Era una sensación de satisfacción indescriptible. Incluso, se comenta que alguna lágrima de felicidad tuvo la ocasión de escapar de sus pequeños y vidriosos ojos. Después de unos segundos de auto complacencia y de regocijo decidió que había llegado el momento de saciar su apetito. Sonrió abiertamente y dejó a la vista un pequeño y amarillento colmillo. Ensayó su mirada más seductora y se fijó en una atribulada Evelyn Hooker. La secretaria acariciaba la manzana.

James se levantó de su silla. Se arregló la corbata y se ajustó la chaqueta a su oronda barriga. Sin perder la sonrisa, le ofreció una mano a la señorita Hooker mientras le decía en un murmullo

–Vamos… y, por cierto, no olvide la manzana.

Las señoras Humper y van Fettreich se quedaron mudas e inmóviles. Sus rostros estaban pálidos. La señora van Fettreich reprimió una arcada. Parecían dos estatuas de sal.

Luis Pérez Armiño



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