Querido
James:
Te
habíamos dejado abandonado en tu nuevo medio, la calle. Tus pasos torpes
y desequilibrados te habían conducido con poca soltura a través de la vía
pública provocando graves desórdenes entre los viandantes. En alguna ocasión,
llegó a afirmar algún testigo, la huida apresurada de hombres y mujeres, de
niños y mascotas, sin orden ni concierto, provocó una avalancha humana en
pequeñas callejuelas y callejones. Pero eso no es nada en comparación con el
nauseabundo espectáculo de un James satisfecho de si mismo abriéndose paso
entre una multitud temerosa.
Y
James caminó y caminó durante horas y horas bajo el tupido sol. El tiempo
volaba a su alrededor y James no era consciente ni de los minutos ni de las distancias.
Al caer la tarde, con un sol todavía pendenciero y sin ganas de desaparecer de
escena, el ambiente tórrido se caldeó aún más. Entre los coches, sobre los
edificios, una pesada e imperceptible bruma se adueñaba lentamente del ambiente.
Pesados y espesos goterones de sudor resbalaban por la frente blanca y
cristalina de James. El escaso pelo se pegaba a su redondo cráneo mientras se
encrespaba prodigiosamente. El aire se cargaba de electricidad. Todo apuntaba a
una tormenta de verano.
Estimado
señor Redneck: esperamos que la providencia tenga a bien dejar caer uno de los
tormentosos rayos sobre su hueca cabeza y le fulmine de forma inmediata
reduciendo su mezquina existencia a un puñado de polvo que el viento no tenga
dificultades en esparcir en el olvido.
En
apenas unos segundos imperceptibles, en un guiño rápido y espontáneo de ojos,
la tarde se convirtió en noche cerrada teñida por unos pesados nubarrones de un
tono gris amenazador. James dirigió su mirada miope hacia el cielo, tratando de
esperar algo. Y ese algo llegó en forma de una gran gota de agua que,
casualmente, se estrelló graciosamente en el tosco cristal derecho de las gafas
de James. Fue el pistoletazo de salida para un tremendo chaparrón que
transformó las calles en riadas turbulentas mientras hombres, coches y
asustados animales buscaban su cobijo. James lo encontró en un estrecho
soportal atiborrado de personas que rehuían su contacto. Cuando James se creía
a salvo, alguien tocó su hombro con cierto hastío y dejadez. Era Frank Meadow.
Un rubor impúdico invadió el cetrino rostro de James.
Frank
Meadow era el alcalde de la
ciudad. Su porte le predisponía de manera natural al mando
inflexible. Era hombre alto, muy alto. La extrema delgadez que dejaba entrever
un cuerpo fibroso y bien formado, estilizado, aumentaba la sensación de altura
imponente. Su extraordinario físico hacía las delicias de sastres y modistos
que se afanaban en hacerle los mejores trajes con las telas más prodigiosas. Chaquetas,
chalecos, camisas y pantalones se acomodaban a la perfección a cada parte de su
anatomía. Su cara era la personificación absoluta del poder y su nariz aguileña
otorgaba personalidad a un rostro cuadrado de firmes mandíbulas. Con sus
oscuros y penetrantes ojos más que mirar examinaba. Por último, el necesario
toque de dignidad lo aportaba un elegante sombrero descuidadamente ladeado.
James
se encontró ante el alcalde Meadow. Miraba impotente, con los ojos temblorosos,
a través de sus cristales empañados. Los cuatro jirones que conformaban su pelo
se desparramaban calados por su frente. Su rostro adquirió una cómica mueca de
perplejidad, de violenta incomodidad ante la presencia apabulladora del señor
Meadow. Al fin y al cabo, Frank dirigía los destinos de la ciudad con mano de
hierro. Todo un ejército de funcionarios y burócratas serviles trabajaba a sus
órdenes mientras una legión de asesores y hombres de confianza trazaba las
líneas maestras del gobierno municipal. Pero el poder de Frank iba más allá y
no existía un solo negocio legal o ilegal en la ciudad que no tuviese que
rendir cuentas mensuales ante el “tío Frank”, como le llamaban en los lugares
más oscuros de la ciudad. Frank Meadow
era la ciudad, y Ruth Coiffeur su mujer.
Luis Pérez Armiño
Luis, una vez más, me rindo ante el derroche de ingenio
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