–¡Oh,
James! – Exclamaban las mujeres extasiadas a tu paso entre placenteros espasmos.
James
Redneck ha superado su agorafobia hace apenas unos minutos. El sol ya no supone
ningún impedimento. De hecho, la luz sólo es un complemento más, un aspecto
escenográfico como otro cualquiera concebido para mayor gloria de nuestro
querido James Redneck.
Cuando
sus ojillos se acostumbraron a la claridad del día, James fue capaz de trazar
un pequeño mapa mental de la situación que se abría ante él. Una calle ancha,
de aceras resbaladizas y sucias a más no poder. En el asfalto, dos o tres
carriles repletos de vehículos malhumorados perdiéndose a toda velocidad en una
curva a su espalda. Un rápido cálculo mental y todo estaba preparado para la cuenta
atrás. ¡Diez, nueve, ocho…! James se aferraba a la jamba de la puerta con
ferocidad animal… ¡Siete, seis, cinco, cuatro…! Ya tenía su pie derecho
firmemente anclado en el suelo público de la acera, ahora sólo quedaba
traspasar el umbral con su temblorosa pierna izquierda y exponerse al
escrutinio de la opinión pública… Tres, dos, uno y… ¡CERO!
Un
estruendo ensordecedor y un profundo dolor en su pequeña y porcina mano.
Alguien, desde dentro, un ser desconocido, había propinado un certero golpe en
la mano anclada en la
puerta. James se vio envuelto por la atmósfera agobiante de
un espacio abierto y excesivamente luminoso. Pero no sucedió nada digno de
mención. James se miró de arriba abajo toqueteando su rechoncho cuerpo
esperando encontrar alguna herida o, al menos, una simple magulladura que
sirviese de sello que certificase la valentía audaz de su proeza. Nada, no
había absolutamente nada. Sólo su redondo cuerpo expuesto al sol abrasador del
mediodía.
El
peor paso ya estaba dado. Era como tirarse a una piscina llena de agua gélida
el primer día de verano. El rito de paso primigenio y básico se había superado.
La calle era suya.
Los
primeros pasos mojigatos y temerosos son recuerdo del pasado. Sus zancadas
abarcan metros y metros de sofocante acera. Los paisajes se suceden ante el
desfile majestuoso de James Redneck. Cada vez más confiado ha abandonado su
postura servil para erguirse con porte desafiante ante el resto de los
viandantes que tienen que apartarse ante el ímpetu de James. Su rostro muestra
la extrema autoconfianza de un ser que se cree triunfador. Su hercúleo físico y
su rostro apolíneo se convierten en escenario de una sonrisa autosatisfecha, en
cierto punto burlona, del que se sabe admirado. La muchedumbre que puebla la
calle se aparta a su paso y le ofrece un merecido pasillo de honor entre
aplausos, vítores y ovaciones que dejan entrever las envidias mal disimuladas que
levanta el semi - divino James Redneck.
–¡Agggg!
– exclaman contrariadas las mujeres mientras que con un gesto maternal
pretenden tapar los ojos inocentes de los niños y las niñas. Los hombres se
llevan compulsivamente sus manos a la boca tratando de contener las arcadas y
los vómitos que finalmente inundan la calle…
Alguien
debería haber advertido del peligro a la opinión pública: ¡James Redneck está
en la calle!
A
cada torpe zancada, más propia de un elefante hastiado, ebrio y propenso a un delirium tremens implacable, la muchedumbre
se aparta entre pavorosas convulsiones de fatídico terror. Se suceden los
gestos de repugnancia. Nadie quiere ser rozado por James. Su mirada miope se
acompasa con su sonrisa bobalicona y su paso arrítmico. Sus brazos se tambalean
desacompasados con su absurda marcha. Parecen anodinos gusanos independientes
que tratan de zafarse del grasiento torso de James. Los viandantes se funden
con las paredes y cierran con fuerza cruel sus ojos dejando vía libre a ese ser
informe, mórbido, sudoroso, de aspecto mezquino, que de repente ha creído ser
dueño de la calle.
Por
fin, con el sol de frente, James se aleja y se pierde en la bruma del calor del
mediodía entre el tupido tráfico de la ciudad. Los paseantes respiran tranquilos viendo
a la amenaza perderse entre otros pobres inocentes que ahora deberán sufrir su
propio martirio. Pero esa ya no es su historia.
Luis
Pérez Armiño
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