-¡No te vayas!- dijo el viajero que se llamaba a sí
mismo su sombra-. ¡Quédate con nosotros!, de lo contrario volvería a acecharnos
la vieja y sórdida tribulación. Ya el viejo mago nos ha prodigado sus peores
augurios. Mira como el buen padre piadoso tiene lágrimas en los ojos y ha
vuelto a sumirse en el profundo ponto de la melancolía.
-Estos reyezuelos, sin duda, siguen poniéndonos buena
cara ¡Esto es lo que en efecto mejor han aprendido de nosotros! Mas sino
tuvieran testigos, apuesto a que también ellos reanudarían su juego macabro. El
juego macabro de las nubes errantes, de la húmeda melancolía, de los cielos
cubiertos, de los astros robados, de los emergentes vientos del otoño.
-El juego macabro de los que suplican socorro, ¡quédate
con nosotros, oh dulce vida! Aquí hay mucha miseria oculta que quiere salir
al exterior, mucho atardecer, mucha nube y mucho aire enrarecido.
-A no ser que… ¡oh, perdóname!, un viejo recuerdo recorre
mi mente, una vieja canción de sobremesa que compuse cuando me hallaba entre
las hijas del lejano desierto. Allí, junto a ellas, se respiraba un aire puro,
reinaba la luminosidad, me sentía embriagado por ese hechicero ambiente
oriental. Allí fue donde me sentí más distante de la nubosa, húmeda
y melancólica vieja Europa.
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