domingo, 28 de julio de 2013

James y el sexo opuesto (I). Ruth Coiffeur



James, no puedes escapar. Estás encerrado, enjaulado por tus propios temores. Una lluvia torrencial inunda las calles. Todos conocemos tu innata torpeza y tu ausencia absoluta de naturalidad. Si tratases de huir por las anegadas avenidas acabarías ahogado en un turbio charco de agua grasienta y sucia. No te queda más remedio que ofrecer tu vacuno rostro y esgrimir un tímido saludo al gran Frank Meadows y señora.

Date la vuelta poco a poco. No muestres tus recelos a primera vista. Deja que fluyan poco a poco, como el hedor fétido que desprende tu boca. No tengas miedo por tu patética apariencia. Los efectos de la lluvia han multiplicado por mil tu aspecto desolador. Eres un débil y agotado animalillo entre las fauces de la fiera. Da el suficiente tiempo al Sr. Meadows para que disfrute de su posición de poder. Es lo único que necesita. Y, por supuesto, tú, James, eres un experto halagador de los poderosos. Sabes darles lo que necesitan en cada momento. Tu mera existencia se convierte en un canto a la grandeza de los demás.

–Buenos tardes, James. –Frank esbozaba una ligera sonrisa de lado mientras entornaba sus profundos y oscuros ojos. Se sabía ganador sin haberse declarado la guerra. –Veo que te ha sorprendido la tormenta.
–Buenos días… perdón, tardes, Sr. Meadows. Sí, me ha sorprendido dando un paseo. –Meras excusas balbuceadas con timidez abusiva. Sus palabras se perdían en ligeros suspiros sacudidos por movimientos espasmódicos. ­–¿Cómo se encuentra señor? ¿No se han mojado ustedes? –Dirigió una mirada huidiza a la acompañante de Frank Meadows
–No, James, no me he mojado. Siempre camino bajo cubierto. Supongo que ya conoce a mi mujer, Ruth Coiffeur. –Pasó su brazo izquierdo sobre el hombro de aquella mujer acercándola a James.
–Encantada –saludó con un gesto de desdén y una voz en exceso grave y ronca, sin mirar a los ojos bobalicones de James.

Ruth Coiffeur se apartó del desdichado James. Sostenía en su brazo izquierdo un lujoso bolso que dejaba ver en cada uno de sus rincones el noble linaje del que procedía. Mujer de corta estatura, su talle era grueso y potente. Un enorme torso que se ensanchaba en sus hombros y que, sin embargo, se anclaba con firmeza sobre dos piernas delgadas como alambres. Su rostro dejaba adivinar de forma descarnada el paso tumultuoso de los años. Su boca se hundía bajo potentes e hinchados carrillos mientras sus ojos, inexpresivos, fijaban su vista en algún lugar inconcreto a la espalda de James. Pese a la corpulencia majestuosa y varonil de su porte, su apariencia era más bien sencilla. Se veía a simple vista que Ruth no era mujer de desmanes ni de lujos excesivos. Ningún rastro aparente de maquillaje. Un simple vestido de chaqueta monocromo tocado con un sombrero de ala ancha. Excesivamente ancha. No dejaba ver ni ostentosos pendientes ni estridentes sortijas. Un simple y deslucido collar se ceñía como una horca en los pliegues de su carnoso cuello.

–¿Cómo está Usted, señora Coiffeur? –James acompañó el insípido saludo de cortesía con una excesiva inclinación de cabeza.

Su cuerpo parecía una nimiedad insignificante ante la portentosa figura de Ruth. James sujetó con delicadeza insensata la mano de la poderosa mujer y dejó caer sobre ella un beso blando y húmedo. El gesto de cortesía y adulación del Sr. Redneck se transformó en la mano de la Sra. Coiffeur en un gesto de repugnancia cansina. La consorte del “tío Frank” odiaba que hombres como James, tipejos rastreros y pusilámines, se empeñasen en presentarle sus respetos por el mero hecho de ser señora de Frank Meadows.

James se deshacía en halagos lastimeros para mayor gloria y loor del Sr. Meadows y la Sra. Coiffeur. Un hábil observador externo se hubiese percatado de la extraña y forzada sonrisa de James, de su rostro que enrojecía por momentos. James es hombre de pocas palabras, parco en sentimientos y sin ninguna capacidad para la más mínima inteligencia social. Toda la batería de lisonjas entonadas en honor del Sr. Meadows y señora no eran más que una retahíla aprendida y calada en lo más profundo de su seco cerebro.

Frank Meadows y Ruth Coiffeur se hacían acompañar de un numeroso séquito. Los matones que vigilaban las espaldas del “tío Frank” no podían disimular sus sarcásticas sonrisas al ver a aquel hombrecillo acobardado y deforme presentando sus respetos al patrón. Sólo una mujer, una joven bien parecida y de artificial melena rubia que hacía las veces de asistente del Sr. Meadows, apartaba de vez en cuando la mirada de la patética escena y dirigía sus lascivos y brillantes ojos a la fornida figura de Ruth. La Sra. Coiffeur, sintiendo la ardiente mirada en su nuca, correspondió humedeciéndose ligeramente los labios.

Luis Pérez Armiño


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