James,
no puedes escapar. Estás encerrado, enjaulado por tus propios temores. Una
lluvia torrencial inunda las calles. Todos conocemos tu innata torpeza y tu
ausencia absoluta de naturalidad. Si tratases de huir por las anegadas avenidas
acabarías ahogado en un turbio charco de agua grasienta y sucia. No te queda
más remedio que ofrecer tu vacuno rostro y esgrimir un tímido saludo al gran
Frank Meadows y señora.
Date
la vuelta poco a poco. No muestres tus recelos a primera vista. Deja que fluyan
poco a poco, como el hedor fétido que desprende tu boca. No tengas miedo por tu
patética apariencia. Los efectos de la lluvia han multiplicado por mil tu aspecto
desolador. Eres un débil y agotado animalillo entre las fauces de la fiera. Da el suficiente
tiempo al Sr. Meadows para que disfrute de su posición de poder. Es lo único
que necesita. Y, por supuesto, tú, James, eres un experto halagador de los
poderosos. Sabes darles lo que necesitan en cada momento. Tu mera existencia se
convierte en un canto a la grandeza de los demás.
–Buenos
tardes, James. –Frank esbozaba una ligera sonrisa de lado mientras entornaba
sus profundos y oscuros ojos. Se sabía ganador sin haberse declarado la guerra.
–Veo que te ha sorprendido la tormenta.
–Buenos
días… perdón, tardes, Sr. Meadows. Sí, me ha sorprendido dando un paseo. –Meras
excusas balbuceadas con timidez abusiva. Sus palabras se perdían en ligeros
suspiros sacudidos por movimientos espasmódicos. –¿Cómo se encuentra señor? ¿No se han
mojado ustedes? –Dirigió una mirada huidiza a la acompañante de Frank Meadows
–No,
James, no me he mojado. Siempre camino bajo cubierto. Supongo que ya conoce a
mi mujer, Ruth Coiffeur. –Pasó su brazo izquierdo sobre el hombro de aquella
mujer acercándola a James.
–Encantada
–saludó con un gesto de desdén y una voz en exceso grave y ronca, sin mirar a
los ojos bobalicones de James.
Ruth
Coiffeur se apartó del desdichado James. Sostenía en su brazo izquierdo un
lujoso bolso que dejaba ver en cada uno de sus rincones el noble linaje del que
procedía. Mujer de corta estatura, su talle era grueso y potente. Un enorme
torso que se ensanchaba en sus hombros y que, sin embargo, se anclaba con
firmeza sobre dos piernas delgadas como alambres. Su rostro dejaba adivinar de
forma descarnada el paso tumultuoso de los años. Su boca se hundía bajo
potentes e hinchados carrillos mientras sus ojos, inexpresivos, fijaban su
vista en algún lugar inconcreto a la espalda de James. Pese a la corpulencia
majestuosa y varonil de su porte, su apariencia era más bien sencilla. Se veía
a simple vista que Ruth no era mujer de desmanes ni de lujos excesivos. Ningún
rastro aparente de maquillaje. Un simple vestido de chaqueta monocromo tocado
con un sombrero de ala ancha. Excesivamente ancha. No dejaba ver ni ostentosos
pendientes ni estridentes sortijas. Un simple y deslucido collar se ceñía como
una horca en los pliegues de su carnoso cuello.
–¿Cómo
está Usted, señora Coiffeur? –James acompañó el insípido saludo de cortesía con
una excesiva inclinación de cabeza.
Su
cuerpo parecía una nimiedad insignificante ante la portentosa figura de Ruth.
James sujetó con delicadeza insensata la mano de la poderosa mujer y dejó caer
sobre ella un beso blando y húmedo. El gesto de cortesía y adulación del Sr.
Redneck se transformó en la mano de la Sra. Coiffeur en un gesto de repugnancia cansina.
La consorte del “tío Frank” odiaba que hombres como James, tipejos rastreros y
pusilámines, se empeñasen en presentarle sus respetos por el mero hecho de ser
señora de Frank Meadows.
James
se deshacía en halagos lastimeros para mayor gloria y loor del Sr. Meadows y la Sra. Coiffeur. Un
hábil observador externo se hubiese percatado de la extraña y forzada sonrisa
de James, de su rostro que enrojecía por momentos. James es hombre de pocas
palabras, parco en sentimientos y sin ninguna capacidad para la más mínima
inteligencia social. Toda la batería de lisonjas entonadas en honor del Sr.
Meadows y señora no eran más que una retahíla aprendida y calada en lo más
profundo de su seco cerebro.
Frank
Meadows y Ruth Coiffeur se hacían acompañar de un numeroso séquito. Los matones
que vigilaban las espaldas del “tío Frank” no podían disimular sus sarcásticas
sonrisas al ver a aquel hombrecillo acobardado y deforme presentando sus
respetos al patrón. Sólo una mujer, una joven bien parecida y de artificial
melena rubia que hacía las veces de asistente del Sr. Meadows, apartaba de vez
en cuando la mirada de la patética escena y dirigía sus lascivos y brillantes ojos
a la fornida figura de Ruth. La Sra. Coiffeur, sintiendo la ardiente mirada en su
nuca, correspondió humedeciéndose ligeramente los labios.
Luis
Pérez Armiño
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