Allí se encontraba, a la orilla del lago, como siempre,
desde hacía ya cinco años. Había ido a buscar la sabiduría, y lo que encontró
fue la paz. Así, día tras día, la monotonía le permitía contemplar los
enrevesados entresijos que mueven al ser humano, algo que nunca se había planteado
cuando convivía con otros hombres.
Observaba, con gran sorpresa, como esa energía agresiva,
que trajo de su otro mundo, había desaparecido, reinando en él una placentera calma.
Aquellos años insanos, años buscadores de oro, años de desprecio a los
semejantes, habían terminado. Empezaba a vivir de nuevo, cerrando un ciclo y con
una perspectiva enteramente distinta a aquella que le había hecho entender una realidad engañosa
del mundo. Era un hombre nuevo, ahora amaba la vida.
Alejado del hombre, encontraba en la Madre Naturaleza
justicia y en al lago espiritualidad. Necesitó quedarse ciego para poder volver
a ver. Aquellos primeros días de miedo y frio, de incertidumbre y
supervivencia, quedaban convertidos en una simple anécdota. Se había adaptado
al medio y ahora recordaba, con cierta pereza, los tiempos de penumbra.
Se había percatado de que actuaba por cuenta propia, no
como antes, que creía pensar, pero eran otros los que pensaban por él. Se sentía liberado de
esa venda, de esa esclavitud impuesta por los dogmas sociales, convirtiendo al ser
humano en una herramienta de sus más bajos deseos, los materiales.
Solo encontró una particularidad que no había cambiado en
absoluto. Él hablaba y nadie le escuchaba, pero se consolaba pensando que aquí
no existe el engaño ni la sensación de hablar y no ser escuchado. Nunca había
estado más solo que cuando se creía acompañado.
Mirando al lago, aquel que había sido su amigo durante
estos años, se sintió saciado. Tenía lo que quería y si no tenía más era porque
no lo necesitaba. Había entendido que poseer más de lo indispensable no
satisface, empacha, y provoca los malos sentimientos de aquel que no tiene ni
para su subsistencia.
Estaba en paz consigo mismo y eso le permitía afrontar sus
recuerdos malditos. Había logrado perdonarse y eso asesina el remordimiento. Sabía
de sobra, porque lo había sufrido en sus propias carnes, y lo había aplicado a
los demás, que el hombre es un ser necio, avariento, envidioso y macabro si
piensa y actúa en sociedad. Cuando no hay que dar más justificación que a la propia
alma, surge una bondad innata, otorgada por ese condescendiente sentimiento de tenerse
a uno, de amarse y de vivir en avenencia consigo mismo. Solo cuando se
consigue esto se está preparado para vivir con los demás. Esa reflexión le
reconfortaba.
Sentado,
mirando a su amigo, un pensamiento se deslizó
por su mente. La sabiduría no consiste en saber mucho, sino en conocer
lo necesario,
pero conocerlo bien. Se pueden aprender mil mentiras y eso no le hace
sabio a
nadie. La avaricia, incluso de sabiduría, lleva a la falsa realidad. Hay
que dominar bien aquello que te ha de servir en la vida, para hallar el
verdadero
conocimiento. El resto queda a los acaparadores de oro.
A pesar de estar preparado para vivir de nuevo con otros
seres humanos, nuestro amigo nunca regresó a la sociedad. Su sabiduría le había convertido en un hombre muy
vago.
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