domingo, 7 de julio de 2013

James Redneck ve la luz



Es de bien nacido ser agradecido. Gracias a cada uno y cada una de vosotros y vosotras que os habéis lanzado sin miramientos ni arrepentimientos ante vuestro teclado para mandar esa cantidad inasumible de sugerencias sobre la persona, ya querida por algunos, odiada por la mayoría, de James Redneck. Intentaremos con la colaboración de nuestro ejército de becarios – esclavos – practicandos de verano hacer un barrido entre los centenares de sugerencias para ir perfilando el nauseabundo carácter de Redneck.

Si muchas fueron las sugerencias, fueron tantas, o quizás más, las preguntas en torno a este ser endemoniado. Siendo imposible contestar a todas las cuestiones, me centraré en un interrogante insistente por parte de nuestro habitual público. En concreto, dice así: ¿Por qué llamarle James? ¿No sería más cómodo utilizar el nombre de Jim? La respuesta es simple: no.

Ese no sería más que suficiente como respuesta, ya que es mi personaje y hago con él lo que me da la gana, considero que debo justificar la negativa. Y por varias causas: la primera, porque Jim connota familiaridad e, incluso, ternura. Son sentimientos que ni mucho menos nuestro compañero Redneck despierta; en segundo lugar, porque él mismo no acepta que la gente, el resto del vulgo y la plebe a su corto entender, se dirija a su persona con semejante cercanía. Jim indica una proximidad de la que él no dispone frente a un excluyente James que le aporta dignidad y elegancia casi nobiliaria. O al menos eso opina nuestro personaje en cuestión. De hecho, ha insistido e insiste con vehemencia en que le representemos como Mr. Redneck (obviando el nombre de pila) o, en el peor de los casos, como Sr. Redneck. Por supuesto, no aceptamos, y llegamos a un acuerdo de términos medios que nos permite utilizar y registrar como marca “James Redneck”.

Mientras pulimos a James en nuestros laboratorios y consejos de redacción, hemos decidido concederle un breve descanso y orearlo en una calle cualquiera de una ciudad cualquiera. Le situaremos en un lugar amplio y soleado, de anchas aceras despejadas de viandantes. Son sus primeros pasos y no queremos que tropiece con otro conciudadano. Una amplia avenida bordeada por altos y suntuosos edificios de vibrantes coloridos que reflejan con intensidad el brillo de un sol cegador. Cada ciertos tramos, un árbol de especie indescriptible pero de verde espesor, aliviando los rigores de las horas centrales del día. A sus pies, merecido homenaje a su porte indigno, se suceden teselas y baldosas de colores desacompasados, de consistencia resbaladiza y plagada de todo tipo de inmundicias propias de las vías públicas abandonadas a su suerte sin la más mínima intervención de las autoridades municipales y sus lacayos de carricoche y escoba.

Los primeros pasos son los peores. La puerta se abre y deja escapar como un torrente un cegador chorro de luz que se despliega sin orden ni concierto por toda la estancia. Nuestro querido James Redneck entorno sus ojillos de topo indefenso y trata de frenar inútilmente el poderoso rayo solar con su mano de dedos rechonchos y uñas amarillentas. Era su primera experiencia ante la luz diurna que, caprichosa y con cierta mala intención, rebuscaba entre los huecos de sus dedos almohadillados para lograr penetrar por cualquier resquicio y llegar hasta su blanquecino y lampiño rostro. Los rayos de luz jugueteaban inconscientemente con su mórbida piel.

Desde la puerta, un mocasín tímido asomó y tanteo el suelo iluminado de la calle. A tientas, el cuerpo rechoncho de James se atrevió a abandonar la seguridad de su refugio. Con la mano derecha protegiendo su vista a modo de visera, miró a uno y otro lado tratando de delimitar los peligros. Después de varias tentativas y muchas dudas, por fin, todo su cuerpo se inundó de luz aunque su mano izquierda era incapaz de desprenderse del marco de la puerta que agarraba con tenacidad. Alguien, un ser desconocido, golpeó con rabia la mano salvavidas. James, sorprendido y con gesto dolorido, recogió su pequeña garra simiesca con un alarido de dolor. En un rápido gesto, la puerta se cerró y James, de apellido Redneck, quedó abandonado a su suerte en una soleada y vacía avenida de una ciudad cualquiera.

Luis Pérez Armiño

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