James
se atusó el pelo. Cuidadosamente metió los faldones de la camisa por dentro del
pantalón. Hacía unos instantes que había despedido a su secretaria. “Nunca más
volvería a ocurrir”, se repetía mentalmente. James sabía que esa promesa, como
todas las que hacía, era mentira. Volvería a poseer una y otra vez a Jane. Sólo
tenía que ordenarlo. Jane era víctima de un extraño y delirante hechizo que le
impedía ver la realidad, que le obligaba a observar al Sr. Redneck como un ser
apuesto y de un atractivo fatal (algo totalmente alejado de la realidad).
James
recuperó su posición en su mesa de despacho. Acomodó su enorme y grasiento
trasero en la gastada silla de cuero y recuperó el libro que con tanto interés
le tenía absorbido antes de la fastidiosa visita de la secretaria. Se mordía
las uñas mientras trataba de mantener la atención en las líneas apretadas de
aquel texto insípido y aburrido, excesivamente académico y rebuscado. El vello
de su brazo se erizó y los escalofríos recorrían su columna vertebral. Un
molesto cosquilleo avanzaba solemne por sus pantorrillas. Un estado de ansiedad
invadía su pecho, el corazón amenazaba con colapsar y sucumbir en una poderosa
y gelatinosa explosión de vísceras y fluidos.
Había
comenzado el mono. Eran sus primeros síntomas. Lo peor estaba por llegar. Y
llegó.
La
respiración cada vez es más difícil. Nota que el aire no llega correctamente a
sus pulmones. Es una sensación artificiosa e imaginaria pero angustiosamente
real. Los primeros síntomas del mono comienzan siempre en lo más profundo de su
nariz. James se ahoga poco a poco. Respira cada vez con más dificultad. El
oxígeno encuentra serios inconvenientes y graves obstáculos que le impiden llegar
a los pulmones. Entonces, James es presa del nerviosismo. Exagera al máximo sus
movimientos respiratorios intentando atrapar más aire. Pero la nariz se cierra
herméticamente. La sensación de inquietud se apodera de la débil mente de
James.
Su
mirada recorre de forma apresurada la desordenada mesa de despacho. Revuelve en
todos sus cajones rebuscando algo. Por fin lo encuentra. Es un pequeño frasco
de plástico con algo escrito en color naranja. James se introduce el delgado y
largo aplicador por una de sus fosas nasales, lo hunde casi en su cerebro y
acciona el dosificador hasta tres veces. Repite la operación en el otro
orificio. Respira con fuerza y exhala un gutural y placentero gemido que llena
toda la habitación. Ya
ha tomado su dosis. Ahora sólo debe esperar a que haga efecto. Entre cinco y
quince minutos.
James
suele chutarse entre cinco o seis veces diarias. Su olfato ha perdido toda su
capacidad, lo que supone, a su vez, una considerable disminución de su
capacidad gustativa. La droga recorre todo su aparato respiratorio con la potencia
de un ácido. Los médicos le han advertido multitud de veces de la situación de
peligro de su nariz. Si sigue inyectándose esa porquería podría perder en breve
el tabique nasal. Eso sin considerar los efectos pulmonares. Sus pulmones,
teniendo en cuenta su prolongada adicción, deben estar encharcados con
semejante mierda.
James
hace varios años que esnifa oximetazolina. Cada vez le exige más y más. Ha
pasado de apenas tres microgramos diarios a superar los diez con creces. Ha
aumentado la frecuencia de visita a sus proveedores, que le alaban sin disimulo
su cuelgue y lo beneficioso que resulta para su negocio. James se arrastra
hasta sus camellos y les lanza billetes para conseguir su dosis.
Los
chutes han perdido en intensidad y cada vez necesita más oximetazolina. Tres
pulverizaciones en cada orificio nasal. La droga sale a propulsión del
aplicador y se clava fieramente en la nuca. Riega sus cornetes y el amargo sabor le
inunda el paladar con un picor amargo. Ahoga sus senos y fluye a través de los
poros óseos hasta anegar el cerebro. Es una lluvia volátil que recorre toda la
nariz y se interna por los oídos y los pulmones. Al principio no sucede nada.
Es necesario recostar la cabeza para conseguir que el líquido llegué a todo el
organismo con rapidez. A partir de esos cinco interminables minutos, los
primeros síntomas se hacen evidentes provocando una profunda sensación de
alivio. Los cornetes se retraen y el aire empieza a circular con facilidad.
Todo es paz y relajación…
Es
el tiempo – espacio de la droga.
Comienza
un letargo afrodisíaco que puede llegar a extenderse durante largas horas que
para el adicto parecen escasos minutos. Recuerdos congelados indescriptibles
que nadan a la deriva y se pierden en el horizonte rosado. Ectoplasmas viscosos
que se extienden por el gelatinoso cuerpo de James y se introducen por todos y
cada uno de sus orificios. James se estremece de placer imaginando oscuras y
simiescas sodomías de fétidos resultados viscosos.
Los
libros no exponen más que las mentiras y las abyecciones inútiles y perniciosas
de arqueólogos, historiadores y demás meretrices del recuerdo y del pasado. Estúpidas
construcciones circulares que no cruzaban ninguna calle y en las que sus
habitantes se hacían cruces observando el atardecer rojizo descender sobre los
campos. Las religiones se habían transformado en meros ejercicios sin sentido y
movimientos absurdos de carencia pendular que sólo rememoraban viejos tiempos
de grasienta sumisión sexual. James es adicto a la oximetazolina.
Luis Pérez Armiño