Con
profundo pesar despido solemnemente a una infatigable compañera de viaje que me
ha acompañado durante largos años en las idas y venidas que me ha deparado el
destino. Sirvan estas letras de amable recuerdo de la que supo ser fiel amiga y
consejera en los momentos de sombría duda; la que compartió aquellos extraños y
fugaces momentos de lucidez, muchos de ellos, algunos, inspirados por sus
sabias palabras. Hoy, en una aciaga tarde lluviosa de febrero, mi camiseta ni
siquiera ha podido ver apagarse los últimos estertores de un sol invernal que
ha decidido ausentarse del lúgubre ritual de despedida, decisión que acato
aunque no comparto y que no hace más que refrendar mi pesar ante la enorme
pérdida que ha acontecido. Si existe un más allá, espero que nos encontremos
tarde o temprano (más bien tarde) en el paraíso de los tejidos cien por cien
algodón que se convertirá en tu hogar eterno.
Tu
yermo páramo gris, valiente y firme pectoral, se convirtió en escenario privilegiado
de las palabras del irlandés Oscar Wilde cuando se atrevió a caracterizar a los
hombres, las mujeres y hasta la misma historia con aquello de: Todos los hombres pueden hacer historia,
pero sólo los grandes pueden escribirla. Y al igual que él, tu destino se
esconde detrás de la lápida de la gloria y la fama. Los besos
insistentes e incansables, de rojo sórdido y pasional, están destinados a
sacarte del letargo y recordarte días de vino y rosas, amaneceres y, sobre
todo, atardeceres que anunciaban los oscuros comienzos de la noche para que al
despertar ya tu vida sepa algo que no conoce.
Y
en este sentido homenaje, no es menos cierto que se hace necesario hacer
justicia sobre la afirmación de Wilde y puntualizar los siguientes aspectos:
1)
Cualquier
hombre puede hacer historia. La historia nos lo dice con ciega insistencia que
hasta los más incompetentes pueden estar llamados a hacer y obrar historia una
y otra vez;
2)
Cualquier
hombre puede escribir la
historia. De nuevo sobran los ejemplos y las razones para
considerar la sinrazón de la afirmación de Wilde. Por muy poeta, dramaturgo y
dandy hedonista que uno sea, no se tiene patente de corso para decir todo lo
que a uno le venga en gana. De hecho, escribir la historia es un ejercicio
profundo de incompetencia y estupidez al que solemos recurrir con frecuencia
los ignorantes, los iletrados y los absurdos. Más ahora que en Internet
cualquiera puede escribir, comentar y decir lo que le venga en gana
Querida
camiseta: escribiste tu inmortalidad como la del genio poeta que decidió
corromper las almas ya corruptas de la cínica e hipócrita sociedad que le tocó
vivir. Sus desmanes, sus desvaríos y sus locuras pavimentaron el rápido camino
que conducía a la genialidad inolvidable que otorga el Olimpo de aquellos que
vencieron la adversidad y hasta la propia muerte para enseñorearse triunfantes,
luz y faro de una humanidad arrastrada y somnolienta incapaz de levantar la
vista hacia el horizonte. Tu huella quedará indeleble sobre las rocas de los
campos y sobre las baldosas del camino, como esa estela milenaria que otorgaba
porte y dignidad a tu figura
El
cruel e inexorable tiempo decidió cebarse con tus perecederos tejidos. El
mordiente paso de los años castigó tus ultrajadas telas horadando sin temor y
sin compasión cada uno de tus pliegues. Al final de tus días, caricatura de tu
grandeza, los remates de tu cuello se convirtieron en instantánea atroz de la
desalmada caducidad de nuestras vidas y reflejaron con osadía en extremo
realista un campo de batalla plagado de los cráteres del transcurrir de los
días. Apenas unos jirones testificaban glorias pasadas y llegaba el momento del
injusto sacrificio que buscaba la honra en el alivio de inmerecidos
sufrimientos.
Tumbada sobre una cama, decidiste dejar espacio para nuevas prendas. Te estiraste en toda tu grandeza tratando de disimular los infinitos pliegues que a modo de tatuajes sobre tu piel indicaban la secular falta de una buena y cálida plancha. Disimuladamente ocultaste las heridas aún sangrantes, y con la mirada fija en el horizonte y la frente bien alta, con el orgullo de los años satisfechos y vividos, recibiste el tiro de gracia. Descansa en paz, gloria y loor de las camisetas.
Luis Pérez Armiño
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