Cuántas
veces el cine nos ha sumergido en la angustia de las persecuciones
interminables y de finales casi siempre cercanos a lo fatídico. Sin embargo, en
la ficción de la gran pantalla estas carreras agotadoras suelen tener un The End feliz en el que el protagonista
sale airoso de los numerosos contratiempos que suelen jalonar el guión.
Incluso, en la mayoría de las cintas se incluye un relato amoroso co –
protagonista para tratar de dar mayor emotividad al victorioso y épico final.
La cuestión es que la ficción cinematográfica es simplemente eso: ficción,
irrealidad, una mera fabula para ofrecer divertimento y esparcimiento por un
espacio de aproximadamente dos horas. El día a día de la no – ficción suele
suponer epílogos traumáticos y finales deshonrosos que suelen alejarse de la
gloria novelada. Y no se trata un mero relato de apenas unas horas de duración;
en esta ocasión, de nuevo la realidad puede dar una vuelta de torca y alargar
más o menos la agonía.
Todo depende de un concepto maquiavélico: la esperanza de
vida.
La
experiencia vital se suele nutrir de acontecimientos externos que solemos
interiorizar. Sin embargo, la persona como tal es un ser moldeable y dispuesto
a recibir todo tipo de influencias y mensajes ambiguos llegados desde emisores
externos. Así, por ejemplo, se puede considerar que el mundo publicitario tiende
a ofrecer un tipo de producto destinado a un público situado en un determinado
marco cronológico. La población comprendida en torno a los treinta y tantos
años es un objetivo prioritario: se supone que dispone de una determinada
capacidad económica y muchas ganas de consumir (eso sin considerar los
perversos efectos de la crisis). Y, por lo tanto, es común entre esos
treintañeros considerar que todo, absolutamente todo, está destinado a servir a
su servicio. Sin embargo, detrás de esa imagen hedonista y despreocupada del
nuevo maduro se encuentra una terrible perversión vital de nefastas
consecuencias.
Mientras
en Suazilandia la esperanza de vida apenas supera los treinta y un años, en
España ha surgido una nueva y perniciosa tendencia. Cuando nuestras
generaciones predecesoras, aquellas que nos dieron la vida, se dedicaban a
procrear una y otra vez, las nuevas hornadas de treinta y tantos han
descubierto la necesidad de tratar ralentizar los efectos devastadores del paso
del tiempo. Y no es un asunto relacionable con la deleznable moda que existió
en torno a ese engendro que vio la luz pública bajo el apelativo vomitable de
metrosexualidad. En la actualidad, la imagen puede ser comparable en cuanto a
patetismo pero es mucho más sudorosa y cansina. Nuestros parques, nuestros
caminos rurales, nuestros montes y nuestras calles se han llenado de “new maduros” dedicados en cuerpo y alma
a correr de forma insensata y, seguramente, sin ningún destino fijo. Algo más
demencial es lo del arriesgado deporte del ciclismo. No sólo por lo que supone
de peligroso tratar de encontrar tu sitio en la carretera frente a las bestias
de acero motorizado; sino por las cantidades ingentes de euros desembolsados en
esas máquinas infernales concebidas para el mayor de los sufrimientos físicos
llamado irónicamente deporte.
La
esperanza de vida española supera los ochenta años. Una buena posición respecto
al ranking global (en esto de las esperanzas y la vida y la muerte la riqueza y
la desigualdad también tiene algo que decir). Evidentemente, desde aquellos
treinta años seniles de tiempos prehistóricos, los avances en la medicina y en
otros muchos campos de la ciencia ha alargado de una forma considerable los
años de vida de una persona (otra cuestión es la calidad obtenida). Sin
embargo, parece que en nuestro cerebro reptil queda alguna reminiscencia de
esos tiempos antidiluvianos en los que tener treinta años implicaba ser abuelo
de una extensa prole. Quizás, cuando se cumplen los treinta y tantos años y con
los primeros achaques, sobre todo perceptible en las crecientes dificultades
para recuperar resacas, se activa un mecanismo primigenio en nuestra mente
enfermiza y humana que nos impele a correr como locos tratando de escapar de lo
inevitable: el paso del tiempo.
Podéis
correr como desesperados mientras miráis vuestros relojes y vuestros
dispositivos intentando averiguar si habéis batido vuestra mejor marca; es
posible que subáis los puertos más complicados de carreteras secundarias
cabalgando vuestras ricas bicicletas y ataviados con ropas de pintorescos y
chillones colores y ridículos cascos; podéis tratar de convertiros en el más
vigoréxico del barrio, pero al final el tiempo os va a alcanzar, siempre.
¡Corred, corred, malditos!, os pisa los talones…
Luis Pérez Armiño
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