Otro
momento aciago. Dedicado a otra de mis camisetas de la que me he visto obligado
a desprenderme en esta mi nueva reestructuración vital. Dónde quieras que
estés…
Hace
relativamente poco tiempo, con motivo de los fastos que celebraban el
descubrimiento en 1908 de la famosa estatuilla conocida popularmente como Venus
de Willendorf, un responsable del Museo de Historia Natural de Viena ponía en
entredicho el valor científico de la figura en cuestión. Lo que puede
traducirse a un lenguaje particular de manera más simple y evidente: el
descubrimiento de la
pequeña Venus supuso uno de esos hallazgos que forman parte
del imaginario colectivo en torno al escurridizo mundo de la arqueología (y más
de la Prehistoria) por la espectacularidad del descubrimiento, pero que, debido
a la ausencia de más datos que complementen la información que de por sí ofrece
la figura, poco más se puede decir de la misma con una mínima certeza. Una
consideración comedida y acertada en un mundo, el pseudo – científico y
académico del estudio de las antigüedades, donde suelen primar las certezas
absolutas, las verdades apriorísticas y los dogmas de fe estigmatizantes.
La
figura como tal es una nimiedad que apenas sobrepasa los diez centímetros de
altura. Sin embargo, la cuestión del tamaño por un momento será indiferente ya
que este es el típico ejemplo de preferencia por la calidad y no por la cantidad. En esos
escasos y vergonzantes centímetros, nuestra pequeña estatuilla revela toda su
gloria en sus orondas y portentosas formas. Por otra parte, toda la
grandiosidad femenina, sus carnes trémulas y poderosas, se concentra allí donde
es mejor hacer una decorosa omisión. Qué mente tan calenturienta la de aquel
nuestro primo primitivo que se deleita con insana obsesión en las partes
pudendas de la anatomía femenina. Y las exagera de una forma presuntuosa para
regodearse aún más en sus pensamientos impuros. Cuánta lascivia esconde los
tonos rojizos de la piedra impregnada en el ocre terrenal…
Poca
más historia se puede afirmar de nuestra querida protagonista. Durante
milenios, ya que se estima que su factura puede rastrearse cronológicamente en
torno a hace unos veinte o veintidós mil años, durmió el sueño de los justos en
las frías profundidades de las inclementes tierras austriacas. En 1908 volvió a
desperezarse cuando vio la luz de la mano de Josef Szombathy y a partir de
entonces, la ciencia se convirtió en leyenda y el mito exigió su tributo de
verdad.
Son
muchas las hipótesis que justifican la regordeta Venus de
Willendorf. Algunas de ellas interesadas y muchas de ellas disparatadas. Pero
sobre todo abundan las intransigentes y maleducadas que pretenden alzarse con
la corona de la verdad a costa de denostar a las demás. Se habló de un ideal de
belleza. Si el apetito lascivo del genio creador primitivo se sació con la
figurilla que ahora nos trae entre manos, no es menos pecaminoso el ambiente
decimonónico de sesudos pensadores obsesionados por todo aquello que sonase a
sexo primitivo y salvaje. Cuántas mentes retorcidas y lujuriosas imbuidas de
esa falsa doble moral que tanto imperó en la Europa de principios del XX vieron
satisfechos sus deseos más ocultos con aquella rotunda figura, mórbida y plena
de carnes. Para otros, la mayestática figura femenina tallada en la caliza
representaría alguna deidad, una especie de diosa – madre primitiva asociada
con la fertilidad y la
fecundidad. Demasiado evidente, demasiado palpable en sus
formas exageradas, en esos dos grandes pechos que caen sobre su prominente
barriga y sobre los que apoya sus minúsculos brazos. El rostro desnudo,
invisible al ojo humano, oculta lo que no debe ser contemplado. O puede que
simplemente representase un amuleto. El ser humano necesita tanto creer en los
buenos designios y forzar las voluntades… Y sus formas rellenas y satisfechas
quizás representasen la abundancia y la riqueza de una sociedad en la que el
máximo objeto de cambio sea el alimento.
La
Venus de Willendorf no ofrece datos de especial relevancia científica. En todo
caso, muchas dudas, hipótesis, conjeturas… todas igual de válidas y todas igual
de perniciosas. Mientras tanto, su rostro invisible quizás oculte la sonrisa
picarona y satisfecha de la que observa complacida como las mentes más preclaras
devanan sus cabecitas tratando de hallar verdades que nunca han existido ni
existirán.
A mi
camiseta, en Valencia a veintiocho de marzo de dos mil trece.
Luis Pérez
Armiño
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