sábado, 10 de noviembre de 2012

Nos robaron las flores



Se empeñan en humillarnos y no es mi intención evitar la sorna y el escarnio público. Simplemente, me fatiga y hastía el empeño constante en minusvalorar las capacidades humanas, en someterlas a un continuo y excesivo juicio en el que se sabe de antemano que la sentencia condenatoria está garantizada. No entiendo ese descaro en desvirtuar todo aquello que alguna vez hizo del hombre, y de la mujer - por supuesto- unos seres especiales que han sido capaces de grandezas sublimes pagando en muchas ocasiones terribles peajes para llegar a ser lo que somos. En ese afán por comprender los mecanismos que rigen los designios humanos, el cientificismo radical pretende someter a sus postulados intransigentes y totalitarios cualquier aspecto, todos los mínimos resquicios de la vida humana. Y quién se atreva a cuestionar sus dogmas está destinado a sufrir las llamas eternas de la condenación científica. Y encima, y yo sin saberlo, nos robaron las flores.

Ante todo quiero rendir sentido homenaje a Shanidar. Es una cueva, y mi agradecimiento apenas tiene que ver con ser uno de los yacimientos claves para comprender la apasionante prehistoria de nuestra especie. Mi consideración hacia la cavidad es plenamente egoísta: su historia, sus habitantes convertidos hoy en respetables fósiles propiedad de algún museo, los resultados de las investigaciones que fueron arrancados de sus entrañas, me han proporcionado la base de unas cuantas historias para trazar mis imbéciles relatos, carentes de cualquier rigor, en torno a los misteriosos e insondables orígenes de la especie humana sobre este valle de lágrimas llamado planeta Tierra. La cueva fue refugio eterno de un pobre hombre que sufrió lo indecible en vida y en muerte. Quizás, este ser deforme tuvo alguna relación con otro desdichado diablo que pereció tras larga agonía consecuencia de una certera lanceada de un desalmado hombre moderno empecinado en ocupar esa cueva con vistas tan bellas, hacerse con sus escasas pertenencias y tomar a sus mujeres…

Los arqueólogos han estudiado los restos fósiles de diez individuos neandertales en Shanidar. Es evidente que estamos ante enterramientos, una práctica habitual de nuestros parientes lejanos y que se ha constatado especialmente en el suroeste europeo y en Oriente Próximo. La excavación sacó a la luz una bella “sepultura” en la que yacía un individuo en posición fetal. Junto a él se recuperaron muestras de diversos pólenes que indicaban que el cuerpo inerte había sido depositado sobre un lecho confeccionado por una planta local y que, a su alrededor, sus compañeros depositaron unas ofrendas florales. Un acto lleno de solemnidad, en el que el dolor se acompañaría por el sentimiento de la pérdida irreparable del compañero, del amigo y del amante, del padre y del hermano. La muerte había sobrevenido de forma espontánea y el único consuelo de todos los que le acompañaron en vida era depositar en su morada eterna unas bellas flores que le acompañasen en ese incomprensible viaje eterno. Enjuagándose las lágrimas, entre terribles dolores de pecho por el dolor del reciente fallecimiento, colocarían cuidadosamente todas las flores que habían logrado recoger en los alrededores de la cueva…

Pues no. No fue así. El empeño del científico, obstinado en arrojar verdad y luz nos ha sustraído esa bella historia en la que un grupo de neandertales ofrecía su más sentido homenaje a un compañero caído… Nada de flores, de lágrimas, de dolor, nada de nada. La ciencia se empeña en destrozar esa imagen romántica, más humana, en pos de una verdad que proclama absoluta e incorrupta. Las flores, en todo caso, si están ahí es porque un ratoncillo lo suficientemente estúpido no tiene otra cosa que hacer que dedicarse a almacenar flores y más flores al lado del cuerpo putrefacto de un pobre neandertal finado. Ni siquiera existía una intención ritual, simbólica, en todo ese complejo enterramiento. De nuevo, señores, la ciencia se ha empeñado en convertir en aburrido dato científico destinado a una audiencia igualmente aburrida lo que podría haber sido una bella historia de compañerismo, amor y sentido homenaje.

Luis Pérez Armiño


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