Se
empeñan en humillarnos y no es mi intención evitar la sorna y el escarnio
público. Simplemente, me fatiga y hastía el empeño constante en minusvalorar
las capacidades humanas, en someterlas a un continuo y excesivo juicio en el que
se sabe de antemano que la sentencia condenatoria está garantizada. No entiendo
ese descaro en desvirtuar todo aquello que alguna vez hizo del hombre, y de la
mujer - por supuesto- unos seres especiales que han sido capaces de grandezas
sublimes pagando en muchas ocasiones terribles peajes para llegar a ser lo que
somos. En ese afán por comprender los mecanismos que rigen los designios
humanos, el cientificismo radical pretende someter a sus postulados
intransigentes y totalitarios cualquier aspecto, todos los mínimos resquicios
de la vida humana. Y quién se atreva a cuestionar sus dogmas está destinado a
sufrir las llamas eternas de la condenación científica. Y encima, y yo sin
saberlo, nos robaron las flores.
Ante
todo quiero rendir sentido homenaje a Shanidar. Es una cueva, y mi
agradecimiento apenas tiene que ver con ser uno de los yacimientos claves para
comprender la apasionante prehistoria de nuestra especie. Mi consideración
hacia la cavidad es plenamente egoísta: su historia, sus habitantes convertidos
hoy en respetables fósiles propiedad de algún museo, los resultados de las
investigaciones que fueron arrancados de sus entrañas, me han proporcionado la
base de unas cuantas historias para trazar mis imbéciles relatos, carentes de
cualquier rigor, en torno a los misteriosos e insondables orígenes de la
especie humana sobre este valle de lágrimas llamado planeta Tierra. La cueva
fue refugio eterno de un pobre
hombre que sufrió lo indecible en vida y en muerte. Quizás, este ser
deforme tuvo alguna relación con otro desdichado
diablo que pereció tras larga agonía consecuencia de una certera lanceada
de un desalmado hombre moderno empecinado en ocupar esa cueva con vistas tan
bellas, hacerse con sus escasas pertenencias y tomar a sus mujeres…
Los
arqueólogos han estudiado los restos fósiles de diez individuos neandertales en
Shanidar. Es evidente que estamos ante enterramientos, una práctica habitual de
nuestros parientes lejanos y que se ha constatado especialmente en el suroeste
europeo y en Oriente Próximo. La excavación sacó a la luz una bella “sepultura”
en la que yacía un individuo en posición fetal. Junto a él se recuperaron
muestras de diversos pólenes que indicaban que el cuerpo inerte había sido
depositado sobre un lecho confeccionado por una planta local y que, a su
alrededor, sus compañeros depositaron unas ofrendas florales. Un acto lleno de
solemnidad, en el que el dolor se acompañaría por el sentimiento de la pérdida
irreparable del compañero, del amigo y del amante, del padre y del hermano. La
muerte había sobrevenido de forma espontánea y el único consuelo de todos los
que le acompañaron en vida era depositar en su morada eterna unas bellas flores
que le acompañasen en ese incomprensible viaje eterno. Enjuagándose las
lágrimas, entre terribles dolores de pecho por el dolor del reciente fallecimiento,
colocarían cuidadosamente todas las flores que habían logrado recoger en los
alrededores de la cueva…
Pues
no. No fue así. El empeño del científico, obstinado en arrojar verdad y luz nos
ha sustraído esa bella historia en la que un grupo de neandertales ofrecía su
más sentido homenaje a un compañero caído… Nada de flores, de lágrimas, de
dolor, nada de nada. La ciencia se empeña en destrozar esa imagen romántica,
más humana, en pos de una verdad que proclama absoluta e incorrupta. Las
flores, en todo caso, si están ahí es porque un ratoncillo lo suficientemente
estúpido no tiene otra cosa que hacer que dedicarse a almacenar flores y más
flores al lado del cuerpo putrefacto de un pobre neandertal finado. Ni siquiera
existía una intención ritual, simbólica, en todo ese complejo enterramiento. De
nuevo, señores, la ciencia se ha empeñado en convertir en aburrido dato
científico destinado a una audiencia igualmente aburrida lo que podría haber
sido una bella historia de compañerismo, amor y sentido homenaje.
Luis
Pérez Armiño
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