Primera: la verdad histórica no existe. Tampoco la
historia verídica.
En nombre de la verdad ardieron arquitecturas,
hombres y mujeres; la verdad convertida en bandera asoló poblaciones, ciudades
y aldeas, con sus habitantes ahogados en su propia sangre vertida en honor de
la infalible verdad; y la verdad ha decidido cabalgar su montura y blandir su
espada justiciera para imponer su voluntad a fuego y acero, defendiendo sus
principios más sagrados e inmaculados. Fueron muchos los hombres y mujeres que
se convirtieron en víctimas propiciatorias exigidas por la sedienta verdad que
se ha convertido en la única fuerza motriz, cruel y brutal, que ha procurado la
evolución, intransigente y ciega, de una historia tan dada a crear héroes,
villanos, ideas y banderas, fronteras y leyes para gobernar los designios. La
verdad infunde miedo y temor, más cuando se convierte en absoluta.
Existe una figura literaria que implica el uso del
absurdo contradictorio. La expresión correcta que designa este tipo de
expresiones es el oxímoron, término
griego cuya traducción más o menos exacta sería la de “absurdo”. Y sin duda, una de las mayores aproximaciones al uso fidedigno
de este tipo fue la de Groucho Marx cuando afirmaba aquello de “inteligencia militar son dos términos
contradictorios”. Es verdad que como alegato antimilitarista la sentencia
en cuestión tiene su gracia y su razón
de ser; sin embargo, desde un punto de vista supuestamente objetivo no tiene
ninguna consistencia, más considerando que desde la mitad del XX la mayoría de
los grandes avances científicos del siglo, por desgracia, tienen que ver con la
industria bélica.
Fuera de controversias sobre la conveniencia del uso
paradigmático de la expresión “inteligencia
militar”, existe, en mi humilde opinión, un oxímoron mucho más evidente y
contundente, peligroso y pernicioso: la “verdad
histórica”.
Es imposible conciliar ambos términos: verdad e
historia. La propia disciplina es consciente de este hecho y ha tendido a
aceptarlo con mayor o menor grado de énfasis según los momentos, las escuelas o
los lugares. De hecho, son muchos los que se han abrazado con insistencia, con
un exceso de cariño, unos postulados cliométricos que pretendían la
cientificización de una disciplina tan humana como la histórica.
Posteriormente, jóvenes detractores de la concepción “cuasi – matemática” de la
historia decidieron quemar sus barcos y esgrimir una nueva disciplina en la que
olvidar toda pretensión de objetividad científica mediante la construcción de
unos relatos más o menos fidedignos, renunciando en cualquier momento al
postulado básico de la “verdad histórica”.
Y en ese constante devenir dialéctico, por hacer un guiño al segundo Marx más
influyente de la historia, se suceden corrientes, tendencias y escuelas que
pretenden siempre una mayor o menor objetividad en la construcción de su
disciplina.
La historia siempre ha esgrimido su peculiar verdad.
En tiempos remotos, se mataba en nombre de verdades intangibles pero revestidas
de un halo de divinidad cruel y vengativa. Posteriormente, ciertos positivismos
trasmutaron los principios esenciales de la verdad y decidieron crear nuevos
altares, igualmente intangibles, pero esta vez en nombre de la razón.
Igualmente, se mataba en nombre de esta nueva “verdad”.
Es imposible conciliar términos como verdad e
historia. Y todos los intentos para tratar de aunar en un mismo relato ambos
conceptos implican un fracaso inmediato y estrepitoso cuya única defensa
posible se ancla en la intransigencia y en la denostación de las otras verdades
o de aquellos que se atreven a cuestionar los postulados básicos de esa verdad
con mayúsculas, errada e insana. Mientras, la historia se debate entre esos dos
polos que han escrito la narración de una ciencia, disciplina o cómo queramos
llamar a la historia, siempre peligrosa y manipulable.
Luis Pérez Armiño
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