sábado, 26 de enero de 2013

Marx apostilla a Hegel, o el neandertal clónico

           La elaboración y difusión de las tesis marxistas es asunto de hondo calado historiográfico. En primer lugar, porque existe todo un batallón de historiadores que han echado mano, de forma casual o no, dependiendo de contextos y ocasiones, de sus premisas, preceptos y postulados más básicos para la elaboración supuestamente racional de la ciencia, entre comillas, histórica. Otros muchos han defendido posiciones radicalizadas y extremistas, anclando teorías e hipótesis en barricadas integristas que pretenden arrojar a la salvación eterna el discurso histórico a fuerza de hierro y sangre, si es necesario llegado el momento. Y en todo ese corpus teórico, un sentencia de Marx ha pasado con cierto disimulo público sin pena ni gloria. Pues bien, Marx citaba a un Hegel que insistía en que determinados hechos, incluso personajes, pueden darse a lo largo de la historia hasta en dos ocasiones. Para Marx la sentencia es cierta, si bien era necesario precisar que la primera vez lo hacía como tragedia y la segunda como farsa.
          Algo así debe considerar el pobre neandertal, sumido en el sueño de los justos desde hace aproximadamente treinta mil años y, siempre en cuando, demos por cierta aquella teoría que precisaba su extinción radical. Es decir, sin considerar todas aquellos supuestos, más libertinos y libidinosos, que pretendieron entender el fin neandertal como una gran cuestión orgiástica en la que aquellos nuestros antepasados se abandonarían a los placeres carnales en un tête à tête afrodisíaco y  brutal con esos primos lejanos y algo extraños recién llegados de tierras africanas y de los que hoy nos consideramos descendientes directos.
            La prensa, atenta al sensacionalismo más sensacionalista, se ha hecho eco estos últimos días de la escandalosa propuesta de un científico estadounidense. Y, en principio, si tomamos en consideración los principios de autoridad que suelen regir en círculos academicistas, no es un científico cualquiera: se trata de un genetista de la universidad de Harvard, George Church, quien haciendo honor a su eclesiástico apellido, ha decidido investirse de la autoridad ya no sólo académica, sino también divina, para jugar a la creación, más bien recreación, de antiguas especies ya extintas (o no). Evidentemente, el titular mediático estaba servido y listo para su ávido consumo por parte de una opinión pública, hastiada y abotargada con tanta crisis y recesión, deseosa de nuevos horizontes.
         No deja de ser asunto irónico. Hace en torno a unos treinta mal años, tomando en consideración de nuevo la tesis que defiende el aspecto más destructivo y salvaje del hombre moderno, la aparición del Homo sapiens facilitó y provocó la desaparición y extinción de un pariente lejano pero que, sin embargo, debió levantar recelos entre los recién llegados a los fríos territorios europeos. Seguramente, frente a ese aspecto extraño y ajeno, esos rostros de formas caprichosas y tan distintas, esos cuerpos robustos y amenazantes, nuestros lejanos abuelos debieron sentir el temor y el miedo, asustados por aquella visión “deformada” de su propia realidad. Conociendo las habilidades sociales de las que hace gala el ser humano ante todo aquello que pueda revestir cierto hálito de alteridad, resolverían la cuestión mediante el simple recurso, efectivo y rápido, de la aniquilación de aquel ser que pretendía mostrarse parecido, que evocaba recuerdos de algo común y pasado. Los últimos reductos supervivientes del acosado y cazado neandertal, ironías de nuevo del destino, supervivieron en un alejado peñón del sur de la península Ibérica, esperando el fin cierto de una era y de un mundo.
           Y volviendo a Marx, este segundo acto de recreación genética propuesto por Church no puede ser más que considerado simple farsa. Si a ese primer contacto respondimos con la aniquilación salvaje y cruel del “otro”, ¿por qué insistir en reinventarlo de forma artificial y premeditada? ¿Necesitamos de la existencia, otra vez, de un “otro” al que poder aniquilar de nuevo y así saciar nuestra sed de venganza? ¿Qué beneficio obtenemos del cruel cientificismo que juega a la divinidad a costa de las esperanzas y los designios de una especie que la naturaleza ya juzgó y condenó a la extinción con la necesaria ayuda de nuestros antepasados?  
 
Luis Pérez Armiño
 
 
 

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