Es
fácil tratar de simplificar la visión ante determinada disyuntiva mediante una
mera cuestión dialéctica que supone la elección del vaso medio lleno o medio
vacío: tratar de dilucidar lo bueno y ventajoso de una determinada decisión
frente a sus potenciales prejuicios. Por eso, dependiendo del punto de vista
adoptado, la evolución, como un proceso biológico y cultural holístico, puede
considerarse desde una vertiente positiva y esperanzadora, o bien puede
considerarse como el cúmulo de una serie de inconvenientes resueltos con mayor
o menor fortuna. Una tercera opción plantea una vía intermedia entre ambas
corrientes, pusilánime y cobarde, que trata de apropiarse de los beneficios de
ambas posturas sin llegar nunca a decantarse por una u otra. Por lo tanto,
descartaremos por el momento esta opción.
A
vueltas con una idea muy recurrente que centra muchas de mis cavilaciones, la
evolución de la especie humana puede verse como un logro superior de la
naturaleza o como la simple consecuencia de la cruel incapacidad, del hombre y
la mujer, por cuestiones de igualdad, para afrontar por sus propios medios la
adversidad del medio en el que tiene que desarrollar su triste y lastrada
existencia. En el momento del parto, la cría humana (ridículamente conocida
como bebé) está totalmente indefensa.
Si el ejemplar hembra pariese a su retoño en medio de la sabana sin ningún tipo
de protección, es más que evidente que sería pasto de las hienas. Es tal la
indefensión de las crías humanas que ha sido necesario crear instituciones
tales como la familia o la sociedad para promover la protección y el futuro de
la especie por los siglos de los siglos.
El
paternalismo es fundamental para entender la diplomacia europea desde que los
estados del viejo continente comprendieron la imperiosa necesidad de izar sus
velas y buscar nuevas tierras. En esos parajes vírgenes los europeos podrían
encontrar nuevos recursos que explotar y nuevos pueblos, tribus y gentes a los
que adoctrinar mediante el ejercicio de un hipócrita paternalismo de
imprevisibles consecuencias. La perversidad de un concepto maligno ha lastrado
el desarrollo de millones y millones de seres humanos en todos los rincones del
planeta, condenados a figurar en el censo de la población de tercera, cuarta o
hasta quinta categoría sin derecho a ejercer su propia autonomía, ni siquiera
la más básica. Bajo el yugo del paternalismo servil y mezquino, esas gentes han
visto cercenadas las posibilidades de un potencial desarrollo que se ha visto
oscurecido por el ánimo de lucro despiadado ejercido por sus supuestos
benefactores occidentales. Un simple repaso al desarrollo histórico de todos
aquellos pueblos sometidos a los designios de las potencias occidentales es
suficiente para demostrar lo pernicioso de ese paternalismo mal entendido.
Ahora, enero de 2013, Occidente ha vuelto a hacer gala de ese paternalismo tan personal e intransferible. Tropas francesas avanzan hacia el norte de Mali, país enclavado en el corazón del Sahara, antigua colonia bajo las directrices de los caprichos parisinos. Europa, cuna de libertades, de constituciones y de democracias, entiende la diplomacia de una manera particular que se caracteriza por ese doble filo de la falsa moral y la hipocresía de sus actos. Las tropas francesas no llevan empotrados en sus unidades periodistas ni fotógrafos que den cuenta del desarrollo de los acontecimientos bélicos en el país africano. Es una costumbre muy europea, actuar a oscuras y por la espalda, aludiendo a una supuesta razón humanitaria para matar y herir, para expoliar y robar, saquear a países enteros en nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad (eso sí, la europea). Cada bala disparada se tiñe de cinismo cruel y asesino mientras el mundo aplaude y muestra su respaldo siempre y cuando se cumple el requisito de la falta de sangre y entrañas en nuestros medios de comunicación.
La historia, maldita y pendenciera, siempre se ceba con la víctima indefensa. De nuevo, el paternalismo ha afilado su filo y marcado el objetivo, salvaguardando los principios básicos que han construido ese Occidente libre, fraternal e igualitario.
Luis
Pérez Armiño
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